Conforme la infección se ha ido extendiendo por el planeta,
algunos gobernantes dicharacheros han tenido que arrepentirse del menosprecio y
la infravaloración con que saludaron la aparición de una pandemia causada por
el virus Covid-19 en el mundo. Sobrevaloraron su propia capacidad de enfrentarse
a ella, creyendo que sus países serían inmunes a una epidemia que desconoce fronteras
tanto como ellos humildad e inteligencia. Y han tenido que tragarse sus
palabras y adoptar medidas que descalificaron como propias de sociedades
vulnerables o crédulas de un conocimiento basado en la ciencia que ellos se
permiten cuestionar, como el que preconiza el cambio climático.
Tales líderes, negacionistas de la racionalidad empírica
cuando contraviene sus intereses, forman parte de una lista de charlatanes que,
aunque corta, representa lo más granado de la necedad mundial y el populismo redentorista
y demagógico. Bocazas que, en el caso de la pandemia, no dudaron en mofarse de
unas medidas excepcionales de prevención adoptadas en otras latitudes para
aislar a la población, confinándola en sus domicilios, y así frenar la
propagación de una epidemia que se expande de manera increíble. Tampoco les
importó que dichas medidas fueran aconsejadas en consenso por la comunidad
científica, integrada por médicos, epidemiólogos, sociólogos y virólogos, entre
otros expertos, con objeto de proteger a la población por encima de cualquier
otra consideración.
Sin embargo, cuando el azote pandémico hubo alcanzado a sus
países, han tenido que desdecirse de sus descalificaciones y tomar taza y media
del caldo que habían rechazado. Al final, han tenido que actuar con idéntica
improvisación que cuestionaron en otros, a pesar de sus balandronadas iniciales.
Se han visto superados por la tozuda realidad que negaban en un afán por anteponer
la economía y los negocios a las vidas humanas. A estas alturas de una
desgracia que a todos nos tiene acogotados, es posible señalar a los insensatos
que gobiernan países con la osadía del ignorante, incapaces de apreciar una
emergencia sanitaria, inédita en nuestra época, hasta que no la tienen encima. Estos
son los más destacados de entre ellos. Y los más peligrosos:
Boris Johnson, el premier británico conocido
por su pelo alborotado, como sus ideas, y por sacar a Inglaterra de la Unión
Europea, estaba convencido de que luchar contra la pandemia del virus Covid-19
mediante el confinamiento de la población era una tontería, puesto que el
patógeno acabaría inevitablemente contagiando a más de la mitad de los
habitantes del Reino Unido. Pensaba, por consiguiente, que lo más acertado
sería que las personas afrontaran la enfermedad para que un 60 por ciento de
ellas acabara adquiriendo inmunidad, “inmunidad de grupo”. Tales cálculos
comprendían que, de los 40 millones de británicos que enfermarían, el uno por
ciento moriría por la letalidad del virus, es decir, unas 400.000 personas. El
líder parecía, así, asumir que esa cifra de “daños colaterales” sería
inevitable en su estrategia para enfrentarse a la mayor pandemia que se produce
este siglo en el mundo. Estaba decidido, por tanto, a retrasar, como así hizo, el
cierre de escuelas y el aislamiento de la población -como hicieron otros países-,
al confiar en que la inmensa mayoría de los contagios, según su hipótesis, sería de jóvenes y personas saludables que adquirirían esa “inmunidad de grupo” al
superar la enfermedad como si padecieran un simple resfriado o gripe. Se supone
que el resto de la población tendría que esperar a que el virus desapareciera
por sí solo o engrosar el balance de damnificados a causa de la soberbia de un
gobernante ignaro.
El torrente de críticas vertidas por retrasar esa
implantación de las medidas de prevención, encaminadas a limitar el avance de la
pandemia en su país, sólo surtió efecto cuando el propio primer ministro acabó siendo
contagiado por la enfermedad, curiosamente un día después de que el príncipe
Carlos también contrajera la infección. Su pretensión de no decretar la
cuarentena total, subestimando la epidemia en aras de proteger la economía, tuvo
que ser descartada cuando el propio Boris Johnson pasó a formar parte del
contingente de probables “daños colaterales” del virus. Una irresponsabilidad que
pudo salirle cara, puesto que tuvo que ser ingresado en una UCI hospitalaria al
agravarse su estado de salud y presentar problemas respiratorios que podrían
interesar su vida, el destino previsto para ese uno por ciento de compatriotas
que le resultaban indiferentes.
Otro consumado charlatán, líder mundial del populismo nacionalista,
nativista y racista, es Donald Trump, presidente de Estados Unidos de
América (EE UU). Del mismo modo que su colega británico, también creyó que el
asunto no sería para tanto y que tenía el virus “controlado en este momento, es
un problema muy pequeño”, como lo despachó en un mitin. Su obsesión era entonces
que la Bolsa de Nueva York fuera bien y no reflejara como amenaza para la
economía a una pandemia que se inició en China. Incluso esta procedencia de la epidemia
le sirvió a Trump para continuar su enfrentamiento comercial con aquel país,
tratando de desprestigiarlo al bautizar despectivamente al germen como el
“virus chino”. Se jactó de frivolizar, en todas sus apariciones públicas, con las
consecuencias humanas de una epidemia de la que había minimizado su verdadera magnitud,
a pesar de las evidencias científicas y las reacciones de los países donde surgía cada foco nuevo. Su gran temor era, y es, que la emergencia de esta crisis
sanitaria anulara los aspectos positivos de una economía que, de momento,
parecía responder a sus iniciativas aislacionistas y proteccionistas, tal vez
el único argumento favorable para su reelección en las presidenciales del
próximo noviembre.
Pero, como Boris Johnson, calculó mal. EE UU es actualmente
el nuevo epicentro de la pandemia, al contar con el mayor número de contagiados
del mundo, con una tasa de crecimiento imparable y un número de fallecidos
también creciente. La gravedad de la situación es tal que el presidente de
Salud Pública norteamericano, Jerome Adams, ha declarado que el país vivirá este
momento “como el de Pearl Harbor o el del 11-S”, ante el elevado número de
muertes que se espera. Hasta fosas comunes se cavan ya para enterrar a los
muertos por la infección no reclamados.
Reacio a implantar el aislamiento social, Trump no ha tenido
más remedio que reconocer que el confinamiento era necesario en gran parte del
país, como en California o Nueva York, ciudad ésta última en la que la situación
es crítica y escasean los recursos materiales y humanos para combatir la emergencia
sanitaria. De hecho, la propia Casa Blanca estima ahora que el Covid-19 podría
dejar entre 100.000 y 200.000 fallecidos en el país. Y, como en el resto del
mundo, la lucha por adquirir respiradores, mascarillas y test de diagnóstico ha
llevado a varios estados de la Unión a competir entre ellos por comprarlos
donde sea. Ni el país más poderoso del mundo estaba preparado para esto.
Es por ello que la ignorancia de algunos gobernantes, como
estos, resulta nefasta para la población de sus países, al ser incapaces de percibir
los problemas reales a los que deben enfrentarse, en vez de dedicarse a los
problemas ficticios que inventan para exhibir su supuesto talento y dotes de
mando. Su cinismo se hace patente a la hora de echar la culpa a los demás
cuando las cosas les salen mal. Así, acostumbrado a mentir y practicar la
demagogia, Donald Trump critica ahora a la Organización Mundial de la Salud
(OMS) por no advertir con tiempo de la magnitud de esta pandemia y por desaconsejar,
en su inicio, el cierre de fronteras. Fiel a su obsesión, Trump deduce que la
OMS actúa en beneficio de China, razón por la que amenaza con restringir la contribución
financiera de EE UU a ese organismo. Utiliza cualquier motivo para hacer
política, en este caso, su guerra comercial con China.
Pero hacer política con
el virus es la peor estrategia para combatirlo e intentar salvar el mayor
número posible de vidas. Pero es lo más fácil cuando no se sabe qué hacer y la
actitud ha sido, desgraciadamente, no sólo errónea sino contraproducente, hasta
el extremo de convertir a su país en el mayor foco de la infección actualmente en
el mundo. Eso sí, por si acaso, Donald Trump se ha hecho reiterados análisis
durante todo este tiempo para comprobar que no se ha contagiado, mientras
dejaba inerme a sus conciudadanos frente a una epidemia que minimizaba, guiado
por prejuicios ideológicos, como buen charlatán hipócrita.
Pero un ejemplo aún más vergonzoso y ridículo de este
comportamiento populista, ignorante y manipulador es el ofrecido por el
mandatario de Brasil, Jair Bolsonaro. Este ni siquiera se digna rectificar,
como los anteriores, sino que continúa relativizando la gravedad de la pandemia
que comienza a asolar su país. Tampoco quiere admitir que las restricciones sociales
sean necesarias para intentar detener su expansión entre la población. Ni
reconoce que esta emergencia constituya una crisis mundial que exige una respuesta
extraordinaria. Su negacionismo es tan radical que hasta ministros de su
gobierno empiezan a cuestionar y desconfiar de su liderazgo. Y es que un líder,
que se permite afirmar públicamente que contagiarse de este virus no es para
preocuparse, pues es como padecer una gripezinha o un resfriadinha,
no constituye ninguna sorpresa, sino un peligro evidente. Su incontinencia verbal
es motivo suficiente para descalificarlo por ignorante e inhabilitarlo para
todo cargo público. No se puede poner la salud de las personas y el destino de
una nación en manos de personajes tan endebles intelectualmente, cuyas
anteojeras ideológicas le impiden seguir los consejos de los expertos en las
materias que han de tratar.
Terco como todo fanático, Bolsonaro sigue empeñado en
defender el comercio y la economía antes que a los brasileños, razón por la que
se niega reconocer la realidad y a imponer una cuarentena a la población, aun
cuando varios gobernadores y alcaldes del país ha decretado confinamientos en
sus respectivos territorios. Incluso, va en contra de los deseos de los
ciudadanos, porque, según un sondeo, un 76 por ciento de los encuestados está a
favor de encerrarse en sus casas para detener la propagación de una epidemia
que se cebaría sobre los más desprotegidos e indefensos. No hay que olvidar que
más de 13 millones de personas viven en Brasil hacinados en asentamientos
poblacionales informales, sin servicios básicos y sin un empleo estable que
garantice a sus moradores ingresos económicos. No es de extrañar, por tanto, que
la pandemia tenga probabilidades de propagarse como la pólvora por unas favelas
que ni tienen, ni el gobierno les presta, protección suficiente para contenerla.
Tal situación podría desencadenar una enorme crisis sanitaria en Brasil, un
país que es ya uno de los más castigados por la pandemia en Latinoamérica.
Sin embargo, ello no quita el sueño al mandatario
ultraderechista brasileño, para quien las muertes provocadas por la epidemia no
son más preocupantes que las causadas por los accidentes de tráfico. “¿Van a
morir algunos? Lo siento. Esta es la vida, así es la realidad”, dijo para
justificar su decisión de mantener a toda costa la actividad económica del
país. Su fanatismo ideológico le lleva, incluso, a desafiar las medidas
dictadas por su propio Ministerio de Salud y solicitar a los brasileños,
excepto los ancianos, que regresaran al trabajo y no se quedaran confinados en
sus domicilios.
Al contrario que Johnson y Trump, que acabaron, aunque tarde,
reconociendo la magnitud de la tragedia, Bolsonaro se empecina en ignorar las
recomendaciones científicas que aconsejan el confinamiento para controlar la
pandemia, evitar el colapso de los servicios sanitarios de salud, no sufrir desabastecimiento
de los recursos y limitar el número de fallecidos. Como todos los charlatanes
ignorantes, habla de lo que no sabe y, lo que es peor, pone en riesgo la vida de
los demás gratuitamente, por mero interés partidista.
Son muchos los que se comportan como los descritos. Pero
estos son los más groseros e impresentables, no sólo ante sus propios
conciudadanos, sino ante el mundo entero. Y, sin embargo, el miedo y la
demagogia con los que enfrentan a sus votantes a dilemas falsos (seguridad frente
a libertades), los encumbran y mantienen en el poder, aun cuando por su
actitud, su sectarismo, su ignorancia y su mediocridad representen más un
peligro que una solución para el interés general. Ahí están y por sus hechos los
conocemos.
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