Aute, con esa pinta de bohemio sentimental, rasgueaba su
guitarra para ponernos los pelos de punta con su voz, menos grave pero igual de
susurrante que la Leonard Cohen, y con las letras de unas canciones que
desnudaban nuestras emociones. Su poética y sensibilidad musical eran
excepcionales, siempre centradas en el amor, el compromiso y la amistad. Fue un
compositor fecundo que ayudó que otros cantantes alcanzaran notables éxitos
interpretando sus canciones. De hecho, así fue como lo conocí en mi adolescencia,
cuando “Aleluya nº 1” y Rosas en el mar”, que le dieron fama a Massiel, destacaban
sobre la mediocridad de la música popera y desenfada de aquella época. “Al alba”,
una letra comprometida que se convirtió casi en un himno, logró burlar la
censura de la dictadura disfrazada de desgarro romántico, cuando en realidad
era un lamento por las víctimas de los últimos fusilamientos del franquismo.
La música de Aute me ha acompañado, de manera tan irregular
como su propia producción artística, durante más de cincuenta años de mi vida,
junto a la de otros autores que también me han dejado huérfano de referentes
musicales. El tiempo transcurre, inevitablemente, para todos. Lo último que
adquirí sobre él, en el año 2000, fue el disco homenaje que le tributaron
artistas como Ana Belén, Juan Manuel Serrat, José Mercé, Joaquín Sabina, Jorge
Drexler, Rosendo y otros, en el que versionaban sus canciones. Hoy suena mi
tocadiscos en honor de Luis Eduardo Aute, un músico renacentista, de amplios
registros e intereses, que ha muerto hoy a los 76 años. Nunca dejaré de escuchar sus
canciones.
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