Alcanzada cierta edad, nos volvemos torpes o imposibilitados
para desenvolvernos por nosotros mismos. Nuestros sentidos se abotargan, las
articulaciones se atrancan como bisagras oxidadas y el aparato locomotor
-huesos y músculos- apenas tiene fuerzas para movernos y está tan fatigado como
el ánimo que lo impulsa. Incluso los esfínteres se relajan al menor estornudo y
dejan escapar rastros indignos de nuestro deterioro orgánico. Nos volvemos
vulnerables y dependientes de atenciones y cuidados por parte de familiares, en
el mejor de los casos, o de entidades dedicadas crematísticamente a ello. Es
decir, nos convertimos en una carga para quienes, en verano, podrían correr,
volar y nadar sin ataduras ni preocupaciones, disfrutando de vacaciones y
asueto sin duda merecidos.
Durante el mes de agosto he podido presenciar en el barrio la
estampa de ancianos, apoyados en bastones o del brazo -supongo- del familiar
que los acompaña, paseando despacito por la acera. Al cruzarme con ellos, más
que sus rostros, miraba al de la persona, casi siempre una mujer, que les
ayudaba en su andar lento, impreciso y tal vez molesto, si no doloroso. Veía un
semblante que irradiaba paciencia, comprensión y ternura en quien se presta a
servir de apoyo, físico y psíquico, del anciano, hombre o mujer, que aun
sintiéndose incapaz no puede resistir el deseo de hacer lo que antes podía por
sí solo: pasear, sentir el aire o el calor en su cara y ver a la gente por la
calle. Como si, a pesar de los achaques, rehuyera de permanecer encerrado entre
las paredes de unos males que lo confinan a la parálisis, la invalidez o el
aislamiento. Y agradeciera la oportunidad de que lo ayudaran a sentirse vivo
quejumbroso, pero vivo, aunque supunga una carga para su familia.
No todos los viejos abuelitos tienen la misma suerte. O
carecen de familiares sin recursos ni tiempo para dedicarlos al cuidado de sus
mayores. O constituyen un obstáculo para la rutina acelerada de una sociedad
hedonista y consumista que no puede perder ni un minuto en actividades improductivas.
En tales casos, el abuelo queda a merced de la soledad de su hogar, propio o
familiar, o acaba recluido en una residencia o asilo donde pasa las horas
frente al televisor y comparte mesa, manías y babas con los demás internos de esas
guarderías de la tercera edad. Tampoco son los más desafortunados porque sus
familiares procuran ofrecerles una atención compatible a sus necesidades. Otros,
en cambio, son víctimas de la ingratitud y el egoísmo de los que no están
dispuestos a sacrificar su ocio vacacional y quedan abandonados en hospitales,
sin que nadie se haga cargo de ellos cuando reciben el alta médica. Enfermos
crónicos, dada su avanzada edad, que reingresan cada verano con el pretexto de
unas patologías que ya no tienen cura, pero requieren de unos cuidados que sus
parientes cercanos, con los que viven, no parecen dispuestos atender mientras
disfrutan de vacaciones.
Cada verano son recurrentes estas estampas de un anciano asistido
de compañía durante un paseo matutino, departiendo en un banco con los de su generación,
acompañando a su familia también en vacaciones, compartiendo reclusión y
cuidados en hospicios u olvidados en centros hospitalarios hasta que haya
alguien que se haga cargo. Y cada verano me asalta la amarga presunción de lo triste
que es culminar la vida con la sensación de ser un estorbo. Pero que más triste
ha de ser no merecer la compasión y el afecto, cuando más se necesita, de tus
seres queridos.
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