Al maestro Millás, con admiración.
Como esas regiones que se quieren separar de sus países, una
pierna de mi cuerpo pugna por ir a su aire y no cumplir con la legalidad que emana
del cerebro. Se comporta como si tuviera pretensiones soberanistas y, con los
años, actúa con abierta desobediencia a mi voluntad. No es extraño, así, que
muchas mañanas amanezca girada hacia el otro lado sobre el que estoy acostado
en la cama y tenga que obligarla a ocupar la posición que le corresponde,
paralela o encima de la otra pierna, para poder seguir durmiendo en paz. En
ocasiones, también, cuando estoy sentado en un taburete, me obliga a ponerme de
pie y sacudirla, porque parece que se evade, se desconecta y no la siento. Si antes
no la despierto y la espabilo, podría caerme al intentar dar un paso sin su
ayuda. Con los años, no oculta sus intenciones de rebelarse e independizarse. Y
hasta me parece escuchar, cuando estoy a punto de cerrar los ojos durante la
siesta, una voz lejana que clama por el derecho a decidir. Un cosquilleo en la
pierna, como un calambre, me hace renunciar al sueño y cambiar de canal en la
televisión. Dejo los telediarios, que continúan con las noticias sobre secesionistas
catalanes, y me enfrasco con los documentales sobre leones y guepardos de
África que devoran sin contemplaciones a sus presas. Entonces, observo la
pierna independentista con mirada severa para advertirle: la amputación no te
hará libre, desagradecida.
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