Desgraciadamente, se ha producido la enésima matanza de
ciudadanos inocentes en Estados Unidos a manos de un fanático descerebrado
que, ejerciendo un controvertido derecho existente en aquel país a poseer armas
de fuego, la emprende a tiros contra cualquiera que considere objetivo
potencial de sus manías. Es, por tanto, el autor de tales crímenes el único culpable
de unos hechos que horrorizan a personas dentro y fuera de EE UU. Ya que
asesinar por las buenas -o por las malas, da igual- a clientes de un
supermercado en la ciudad de El Paso (Texas), disparando contra la multitud con
un arma semiautomática que deja un reguero de más de 20 personas muertas y
decenas de heridos, es un crimen del que sólo cabe culpabilizar al que empuña
el arma. Como también lo es el autor de otra matanza en Dayton (Ohio), cometida
horas después de la de Texas, en la que otro pistolero abrió fuego en el pleno centro
de la ciudad contra los viandantes que andaban de copas a la una de la
madrugada, provocando la muerte de, al menos, nueve de ellos y causando decenas
de heridos, antes de que la policía abatiera al agresor, sólo un minuto después de
comenzar la carnicería. Nadie pone en duda que ambos autores son culpables de
sus fechorías asesinas. Y que merecen las consecuencias y castigos derivados de
sus actos.
Pero más allá de la autoría material de los hechos, existen
responsabilidades morales y políticas en quienes no impiden o, cuando menos, no
dificultan que esos comportamientos criminales puedan manifestarse tan
fácilmente. Porque un país, en el que comprar un rifle o una pistola es algo tan
“normal” como adquirir chucherías en un quiosco, no puede limitarse a condenar sólo
al que aprieta el gatillo en los crímenes que se cometen con tales armas de
fuego. Los gobernantes de ese país deberían dejar de escudarse en una mal
entendida libertad para regular con el máximo rigor y mayor restricción la adquisición
y tenencia de armas letales por parte de cualquier ciudadano, al que le mueve
sólo el capricho de poseer un arma de fuego. Ya no se debe aguardar, si no se
quiere ser cómplice involuntario, a que se cometa otra matanza de inocentes para
abordar con seriedad un problema que sectores de la sociedad estadounidense y
representantes políticos son reacios a reconocer y solucionar. ¿Cuántos muertos
más hacen falta para admitir que la “libertad” de portar armas causa más
estragos mortales entre la población que su prohibición o severa limitación?
¿De verdad sería más insegura la sociedad si careciera de “libertad” a portar armas
de fuego? ¿Cuántos inocentes deberán pagar con su vida por una norma legal que
ha demostrado su ineficacia para cumplir con su objetivo -la defensa personal- y
constituye un peligro creciente para la seguridad del conjunto de la población?
Existen, pues, responsabilidades políticas por parte de aquellas autoridades
que paralizan iniciativas tendentes a impedir la venta de armas de fuego a
particulares, desoyendo los llantos y el clamor de las familias de las
víctimas. Porque por mucho poder e influencia que tenga la Asociación Nacional del
Rifle ((NRA en sus siglas inglesas y cuyo rostro fue Charlton Heston) y por mucha
capacidad que tenga para ejercer de “lobby” de la industria de armas ligeras ante
Congresistas y Senadores, es hora ya de exigir públicas responsabilidades a quienes
banalizan la posesión de armas de fuego y hacen apología de las balas como
instrumento de una supuesta libertad. Libertad para matar sin que ninguna ley
disuada ni obstaculice la facilidad para cometer asesinatos. ¿Qué impedimento
existe para que el poder político regule este aspecto que erosiona la
convivencia pacífica de la sociedad, como corresponde a su función? ¿Qué
intereses tan formidables impiden una regulación legal más severa en el control
de las armas de fuego? ¿Acaso la inmigración provoca más muertes que esa
“libertad” de ir armado como para priorizar las leyes contra los flujos
migratorios en vez de contra la adquisición y tenencia de armas? Hay, por todo
ello, responsabilidades políticas por la desidia ante una lacra mortal que no
se extirpa de la sociedad de EE UU.
Pero también existen responsabilidades morales. Hay
responsabilidades por avivar el odio y el rechazo a las minorías, especialmente
la hispana, entre la población predominantemente blanca del país, por parte de
sus máximos dirigentes. No son culpables de matar a nadie, pero sí de propiciar
el ambiente de exclusión y hasta de miedo al diferente y de azuzar
emocionalmente comportamientos xenófobos y hasta racistas en una población que
no puede evitar ser plural y diversa, como es la estadounidense. Y uno de los
que debe asumir su responsabilidad moral y política es el actual inquilino de
la Casa Blanca, Donald Trump, quien no ha dejado de sembrar vientos en su
campaña electoral y durante su mandato contra los inmigrantes, obsesionado en construir
muros fronterizos y criminalizando continuamente al migrante, por lo que ahora
recoge las tempestades que desatan sus mensajes supremacistas y sus iniciativas
restrictivas de la inmigración por motivos raciales y religiosos. Trump debe
responsabilizarse -moral y políticamente-, al alentar el resentimiento racial,
de los actos de violencia racista que han acontecido bajo su mandato, desde el
de Charlosttesville (Virginia), donde la ultraderecha dejó un muerto durante un
enfrentamiento con grupos antiracistas y del que culpó a ambos bandos, hasta
los últimos del pasado fin de semana, uno de los cuales fue el mayor crimen
racista contra hispanos en la historia reciente de Estados Unidos. Donald Trump
es responsable por acción y omisión.
Por acción, al estar continuamente criminalizando al
inmigrante y acusándolo de querer entrar en EE UU para robar y violar,
convirtiéndolo en el único culpable de todos los males que aquejan a esa
sociedad. Ha sembrado odios y miedos infundados por motivos raciales y
religiosos, sin más datos que confirmen sus denuncias del rechazo al
inmigrante, sobre todo hispano, que su palabra y su convencimiento, como si
fueran verdades reveladas. Y lo hace cínicamente movido por la rentabilidad
electoral que le proporciona blandir un supremacismo blanco y “autóctono” en
una sociedad que recela de la multiculturalidad y de una globalización que obliga
a competir y perder privilegios comerciales y económicos. Trump, aunque parezca
lo contrario, no es tonto, pero es inmoral e indecente, hasta el punto de tener
posibilidad de ser reelegido con los votos de aquella “américa profunda”,
machista y racista, que teme perder su antiguo modo de vida. Trump se ha
dedicado toda la vida a agitar el miedo al inmigrante, acusándolo de ir a EE UU
a abusar de las ayudas sociales, quitar puestos de trabajo y aumentar la
criminalidad, porque le depara votos, sin importarle que ello despertara el
racismo latente y la xenofobia en una sociedad que hasta hace relativamente poco
mantenía políticas de discriminación racial sobre la minoría negra de la
población.
Pero también lo es por omisión, por no promover un mayor
control sobre las armas de fuego en un país en el que, según un estudio del
Servicio de Investigación del Congreso, de 2012, con una población de 321
millones de habitantes, posee 310 millones de armas, supuestamente para defenderse
en nombre de la libertad. Una “defensa” que, en la mayoría de los casos, se
hace contra civiles desarmados e inocentes. Y en nombre de una “libertad” que
ocasiona una media de 40 muertos al día, según datos de la organización Gun
Violence Archive. ¿Y qué hace Trump ente este problema? No hace nada, salvo
aventar el racismo, la intransigencia y el miedo entre la población. Es verdad que
la violencia por armas de fuego es crónica en EE UU y no hay que endosársela al
actual presidente. Viene de antiguo y obedece a circunstancias históricas que
la explican, pero no la justifican. La tenencia y uso de armas está amparado
por la Constitución estadounidense. Y cualquier cambio que restringa esa
“libertad” es considerado una injerencia o intervencionismo del Gobierno. Los
republicanos y, por supuesto, Donald Trump defienden la consagración de esa
“libertad” constitucional, según ellos necesaria para la defensa de cualquier
persona. Pero, al menos, podría regularse para evitar que depare más perjuicios
-mortales- que beneficios, más inseguridad que seguridad. Es lo que procuró hacer
su antecesor en la Casa Blanca, Barack Obama, quien a pesar de intentar
endurecer el control de las armas de fuego, no pudo evitar que sus iniciativas
fueran rechazadas por el Congreso y que todos los años de su mandato se vieran
salpicados por alguna masacre con víctimas por disparos de armas en poder de
particulares. El único cambio significativo se produjo en 2007, cuando se
prohibió la venta de armas a personas con trastornos mentales y antecedentes
penales. Fue la mayor restricción jamás impulsada en EE UU sobre la “libertad”
de tener armas. Pero Trump ni eso.
Obligado por las circunstancias, Donald Trump condena ahora,
por primera vez, “el racismo, la intolerancia y el supremacismo blanco” que han
motivado la matanza de El Paso, una ciudad fronteriza con casi un 85 por ciento
de población hispana. Y acude a esa ciudad a expíar su responsabilidad política
y moral en un atentado de odio que el autor material del mismo ha confesado que
responde “a la invasión hispana de Texas”. Resulta un sarcasmo que el propio
Trump, quien ha inoculado hasta la saciedad el miedo a la invasión para
referirse a la inmigración hispana en todos sus mítines y declaraciones
públicas, vaya ahora a esa ciudad a condenar el racismo y la intolerancia que
él mismo promueve en la sociedad. Y que no hace nada para atajar su
manifestación más violenta, los asesinatos de inocentes, regulando un control
más estricto de las armas de fuego. Así es la hipocresía del cínico que habita
la Casa Blanca. Siembra vientos de odio, pero esquiva recoger las tempestades
de violencia racista. Y, así, hasta la siguiente matanza.
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