Después del fracaso, en julio pasado, de la investidura como
presidente de Gobierno del candidato del Partido Socialista Obrero Español
(PSOE), Pedro Sánchez, queda un último cartucho, un segundo acto final, para conseguir
los votos necesarios -más síes que noes- en un Parlamento fragmentado con los
socialistas como primera fuerza política (123 escaños), aunque sin mayoría
absoluta, y evitar una nueva convocatoria a elecciones, la quinta en Andalucía en
los últimos cuatro años. No obstante, los condenados a entenderse, PSOE y
Unidas Podemos (UP) como representantes de una izquierda que, en su conjunto
(incluyendo nacionalistas e independentistas), constituye mayoría en el
Congreso, no parecen dispuestos a ello y la amenaza de volver a las urnas,
conforme se acerca el último plazo, parece cada vez más inevitable, a pesar de
que nadie asegura preferir nuevas elecciones, aunque todos las tengan en cuenta
en sus cálculos estratégicos. Lo que niegan con la boca, lo desmienten con sus
actitudes y con esa incapacidad de dialogar “en serio” para llegar a un acuerdo
que permita la formación de un Gobierno estable por primera vez en un lustro.
No hay que olvidar que llevamos en una situación de
interinidad gubernamental desde diciembre de 2015, cuando el PP obtuvo los
mismos escaños que hoy tiene el PSOE y Mariano Rajoy no pudo entonces reunir
los votos necesarios para conseguir ser refrendado como presidente del
Gobierno. UP y PSOE pugnaron en aquella ocasión por conformar un Gobierno
alternativo que fracasó por las mismas razones que actualmente les impide conseguir
esa unión de las izquierdas: desconfianzas y ambiciones mutuas por encabezar el
liderazgo. Se tuvieron que repetir las elecciones en junio de 2016, con las que
Rajoy logró al fin ser investido por el Congreso de los Diputados tras 10 meses
en funciones, gracias a la abstención del PSOE para desbloquear la situación,
una decisión que fracturó al partido y supuso la renuncia de Pedro Sánchez a su escaño y a la
secretaría general del PSOE. Aquel Gobierno, el segundo de
Rajoy, duró poco y andaba en continuos sobresaltos. Varios de sus ministros
fueron reprobados por el Congreso, algunos de ellos hasta en dos ocasiones. La
reprobación de un miembro del Ejecutivo era algo insólito, aunque no inédito,
en la democracia española. Rajoy soportó hasta seis reprobaciones que afectaron
a cinco de sus ministros. Más tarde dimitía el ministro de Economía para ocupar
un nuevo puesto: vicepresidente del Banco Central Europeo. Pero lo peor, lo que
tumbó aquel Gobierno en 2018, fue la sentencia de la Audiencia Nacional sobre
el caso Gürtel que condenaba al PP como partícipe a título lucrativo en esa
trama de corrupción. Era la primera vez que un partido político era condenado
en España, lo que motivó una moción de censura, también la primera con éxito en
democracia, aprobada por mayoría absoluta del Parlamento, que aupó al líder
socialista, Pedro Sánchez, a la presidencia del Gobierno. Ocho meses más tarde,
Sánchez se vería obligado a convocar nuevas elecciones anticipadas, en abril de
2019, al no poder aprobar los Presupuestos para ese año. Y con ello, volvemos a
una posición similar a la inicial: PSOE, con 123 escaños, es incapaz de reunir
los apoyos suficientes para investir presidente a su candidato. En Andalucía, además, hubo comicios municipales en mayo de 2019, y adelanto de la autonómica en diciembre de 2018.
Hoy seguimos instalados en la parálisis política y en la
inestabilidad gubernamental. La intransigencia de unos y el inmovilismo
maximalista de otros bloquean el consenso y la confianza requeridos para cerrar
pactos de gobierno. El PSOE de Sánchez se cierra en banda a formar un gobierno
de coalición con una formación, UP, que es la cuarta fuerza política del Parlamento
y cuyos votos no le otorgan la mayoría suficiente para gobernar. Los 42 votos
de UP son muchos, pero insuficientes, máxime si las derechas, representadas por
el Partido Popular (PP) y Ciudadanos (Cs), cumplen su previsión de votar en
contra de la investidura. Necesitarían, en tal caso, el apoyo de las
formaciones nacionalistas e independentistas con asiento en el Congreso para
reunir más síes que noes, cosa que en principio están dispuestas a negociar a
cambio de determinadas concesiones para sus regiones, la mayoría de ellas en
inversiones y transferencias de competencias autonómicas, salvo los catalanes,
que exigen diálogo para sus demandas soberanistas.
UP de Pablo Iglesias, por su parte, insiste en participar en
un Gobierno de coalición a cambio de su apoyo, y se niega a cualquier otra
alternativa que posibilite la formación de un Ejecutivo sin su presencia en el
mismo. Inquieto por la espera, elabora un amplio documento programático, que
envía al Gobierno en funciones y al partido que lo sustenta, en el que vuelve a
condicionar su apoyo a cambio de gestionar tres ministerios y detentar una
vicepresidencia. De ahí no se mueve, mientras Pedro Sánchez rechaza la oferta y
da largas a las negociaciones, consumiendo un plazo que finaliza el 23 de
septiembre. Pierde el tiempo en reunirse con colectivos y representantes de la
sociedad civil, con voz pero sin voto, para pulsar sus demandas y perfilar un
programa que se supone negociará con sus potenciales aliados. Tal desidia para
alcanzar acuerdos políticos que conduzcan a la formación de Gobierno, en los que
ningún partido se baja del burro y le importa muy poco que el país no esté en
condiciones para afrontar los retos que se ciernen sobre nuestras cabezas (amenaza
de una nueva recesión económica, la guerra comercial entre EE UU y China, el
Brexit duro que parece inesquivable, el fenómeno de la migración que afecta a
las fronteras de Europa, los problemas de seguridad y defensa que se derivan de
las tensiones en Irán, Siria, Ucrania y norte de África, los conflictos
territoriales con Cataluña, el problema de la sostenibilidad de las pensiones
y, por encima de todo, la creación de empleo estable y dignamente remunerado,
entre otros), traslada al electorado un desprecio hacia su opinión,
reiteradamente expresada en estos últimos años en las urnas y no tenida en
cuenta por sus representantes políticos.
En este último acto de la investidura, que lleva el rumbo de
concluir sin acuerdo como en julio, están puestas las esperanzas de los
sufridos votantes para que, por fin, un Gobierno comience a ejercer su función sin
precariedad temporal y sin cortapisas electorales. Después de los últimos
cuatro meses de parálisis y cerca de un lustro de interinidad, los españoles
confían -sin mucho entusiasmo, todo hay que decirlo-, en que los líderes y sus
partidos estén a la altura de su responsabilidad y atiendan el mandato popular,
es decir, que se pongan a gobernar, sacrificando intereses partidistas y
priorizando el bien común. ¿Tan pocos políticos, dignos de tal nombre, tenemos
en España?
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