Pero las noticias de los destrozos, inundaciones y pérdidas
humanas ocasionadas por estos ciclones a su paso por el Caribe, es lo que me ha
hecho desmitificar la memoria que guardaba de los huracanes desde mis tiempos
infantiles. Los recordaba como fenómenos extraordinarios que estimulaban, más
que miedo, la imaginación y las ganas de aventura de un niño que no era
consciente del peligro. Aquellas imágenes mitificadas de mis padres, como todos
los adultos, acostumbrados, con su calma bendita y habla amorosa, a enfrentarse
a estas fuerzas desatadas de la naturaleza protegiendo puertas y ventanas,
sellando rendijas y huecos, agrupando los coches en plazas o junto a edificios macizos
de cemento, avituallándose de víveres y velas y velando durante la noche, con
la familia congregada en torno a un café para los adultos y leche con chocolate
para los niños en la estancia más segura del hogar, esperando el paso del huracán, todos atentos
al silbido culebrino del aire y a las noticias de una radio charlatana y
siempre en alerta, ahora parecen de película. Una película inverosímil y
ficticia frente a la ruina y la desolación que, en realidad, traen consigo los
huracanes.
Lo que reflejan los periódicos del presente es un panorama
de caos, con ríos desbordados, marejadas que han invadido las zonas costeras,
árboles arrancados de cuajo, techos y ventanas volando por los aires, antenas,
postes y semáforos caídos, carreteras cortadas, puentes rotos, miles de
personas sin electricidad y sin agua, y muertos, muchos o pocos, pero víctimas
mortales que no pudieron resistir el zarpazo terrible del huracán. El interés
de los meteorólogos es prever la fuerza y el desplazamiento de estos fenómenos,
la preocupación de la gente es sobrevivirlos cuando, a pesar de los avances
modernos, siguen siendo una fuerza devastadora y, en muchos casos, mortal. Por
eso hoy, tras el paso de María por Puerto Rico, el solar de mi infancia, no
puedo menos que unirme en solidaridad con los que sufren y combaten esta
calamidad, borrando aquel recuerdo nostálgico de la niñez para sustituirlo por
la esperanza y entereza de los damnificados. Estoy convencido, haciendo mías
las palabras del gobernador de la isla, que “no hay ningún huracán más fuerte
que el pueblo de Puerto Rico”. Estoy seguro de ello.
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