Este podría ser el título de un relato de ciencia ficción, en el que una máquina dotada de sistemas informáticos que le confieren un complejo automatismo, permitiéndole conducirse prácticamente consciente cual sofisticado robot con inteligencia artificial, decide destruirse después de llevar una prolongada y estrecha relación, al principio científica y progresivamente obsesiva, con el planeta más hermoso y fascinante del Sistema Solar. Saturno había sido el objeto de su misión y, durante años, estuvo escarbando en sus misterios y profanando su intimidad hasta el extremo de generar en la máquina algo para lo que no había sido programada: un interés parecido al afecto. Por eso, cuando se agotaron sus fuentes de energía y se quedó sin fuerzas ni para orientar las antenas, en vez de perderse, sin rumbo ni control, en los confines del Universo, la sonda decidió morir, en un acto supremo de amor, penetrando para desintegrarse en la densa atmósfera opaca del planeta al que llegó a conocer más y mejor que nadie, incluso más que los propios científicos que la construyeron y enviaron allí. Decidió suicidarse en el regazo de brumas de Saturno.
Pero esta historia no es ficción, sino real. La sonda
Cassini, lanzada en 1997 y que llevaba trece años explorando el enorme Saturno,
sus anillos y lunas, completó su misión estrellándose contra el planeta para
que el roce con su atmósfera, durante la caída, la desintegrara completamente e
impidiera, de esta forma, que nada, ningún componente suyo con algún rastro
orgánico (microbios, etc.), pudiera contaminar aquella parte del espacio en que
podrían darse condiciones para la vida. Porque, en efecto, la misión
Cassini-Huygens, un proyecto elaborado entre la NASA y la Agencia Espacial Europea, ha
podido demostrar, con sus experimentos y observaciones, que es posible la vida,
al menos en sus rudimentos moleculares y microscópicos, en otros lugares del
Sistema Solar, además de la
Tierra.
Imagen de Encélado tomada por Cassini |
A tal efecto, en el año 2005, el módulo europeo Huygens, que
formaba parte de Cassini, lograba ser el primer artificio humano en alunizar
sobre la luna de otro planeta y descubrir, mientras lo sobrevolaba, montañas poderosas
y superficies líquidas, como océanos y lagos, llenas de metano. Era la luna Titán
que junto a Encélado, a la que se dirigió Cassini para descubrir fumarolas que
brotaban de géigeres, fueron los satélites de Saturno que la misión Cassini
pudo estudiar con cierto detalle gracias a las más de 290 órbitas descritas alrededor
del planeta y los 162 sobrevuelos a sus lunas. Una tarea formidable que ha
deparado más de 450.000 imágenes y un total de 635 GB de datos que los
científicos tardarán años en analizar.
Recreación del final de Cassini |
Pero lo triste de este relato no es el “suicidio” de una
nave que ha estado 20 años sobreviviendo en las extremas condiciones del
espacio para proporcionarnos un ingente conocimiento nuevo sobre Saturno y sus
lunas, sino que una misión semejante, por su envergadura científica y
complejidad técnica, no está siquiera prevista en el programa de exploración
espacial inmediato, cuando se supone que la tecnología es infinitamente
superior y más eficaz que la que en los años 80 y 90 posibilitó el éxito de la
misión Cassini-Huygens. Es por ello que, entre la tacañería para la
investigación y la imaginación que hay que echar a todo proyecto, me inclino por
pensar que Cassini fue consciente al preferir el suicidio, inmolarse en
coherencia con su misión, a vagar eternamente por el Universo y llevar la estulticia
humana, capaz de rescatar bancos y negar recursos a la ciencia, a destinos
ignotos.
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