Ni en las peores pesadillas pudimos soñar que la mediocridad imperaría en la política como en estos tiempos actuales. Estábamos convencidos de que, con los usos democráticos y una mejorada y extensa formación de los ciudadanos, tanto cívica como educativa, para participar en libertad y con criterio en la “cosa pública”, pudiendo sancionar con su voto iniciativas y programas de progreso y prosperidad, la política elevaría sus exigencias para atraer a los mejores y más dotados líderes, capaces de vencer las limitaciones del presente e ilusionar a la gente con metas de un futuro en el que podríamos emanciparnos de las ligaduras que ahora nos atenazan. Confiábamos en la democracia como el mejor de los sistemas que nos permitiría seleccionar, entre un abanico de candidatos, a aquellos que, más allá de la coyuntura de la realidad, tuvieran una visión a largo plazo del país y de sus posibilidades para ofrecérsela, no como mera utopía, sino como objetivo ambicioso pero asequible, a base de tesón, a una ciudadanía dispuesta a seguirlos hasta ese edénico destino en común. Anhelábamos, cegados por la ingenuidad, políticos con voluntad de sacrificio por su país, honestos con sus contemporáneos y en sus conductas y exigentes consigo mismos como para no traicionar la confianza que reclamaban de los votantes en relación con su capacidad para cumplir sus promesas y con el objetivo visionario del lugar al que nos conducían. Pretendíamos, elección tras elección, que la democracia nos facilitara esos grandes estadistas que antaño hicieron crecer y avanzar hasta cotas impensables a las naciones que lideraron. Pero, al parecer, eso pertenecía al pasado, como amargamente comprobamos mirando a nuestro alrededor.
Es posible que las grandes figuras se forjaran gracias a
problemas inmensos y que un Winston Churchill necesitase de una guerra mundial
para estimular su ingenio y su enorme potencial con los que logró que su país, mediante
la promesa de “sangre, sudor y lágrimas”, hiciera frente a las adversidades y consiguiera
superar los obstáculos. Era capaz de intuir el futuro y de sacudir las
consciencias para encarar ese futuro con determinación, energía y credibilidad.
Y, como él, también Charles De Gaulle, el enhiesto militar francés que posibilitó
la Francia
libre, liderando la resistencia a la invasión nazi de su país, creando la Quinta República ,
que perdura hasta hoy, y recuperando el protagonismo internacional de Francia, para
que volviera asumir su “grandeza”, más o menos merecida.
Y es que la historia, en épocas de dificultades realmente
asoladoras, nos presenta a políticos que saben elevarse sobre su tiempo y
avizorar el porvenir para guiar a sus pueblos por las sendas más directas y
seguras por donde alcanzarlo. Estadistas que no se dejan atrapar por la lucha
diaria tendente a retener un cargo o saciar una ambición y se entregan, en
cambio, a facilitar las condiciones, establecer las estrategias y sellar los compromisos
que posibilitan ese futuro, de bienestar y crecimiento, que mejora el presente
y que la mayoría de sus coetáneos no alcanza a sospechar.
Eran hombres –y mujeres- que sobresalieron de la mediocridad de
la mayoría de los gobernantes de su tiempo y que confiaron su prestigio a un futuro que
sólo ellos vislumbraron al alcance de sus manos y de las potencialidades
de sus países, si conseguían que todos remaran en la misma dirección.
Ejercieron su liderazgo en tiempos tan convulsos o más que los actuales, en
medio de guerras, enfrentamientos y otros grandes desafíos, en los que la
política exigía altura de miras, convicciones firmes pero al mismo tiempo
actitudes amplias para el entendimiento, el diálogo y la persuasión, sin deberse
al rédito político inmediato ni a la conveniencia partidista egoísta que se
sobrepone al interés general de la nación. Recordar sus nombres, dignos
mandatarios de todas las ideologías, es hacer
un ejercicio de pesimismo intelectual, moral y político si se comparan con los
miserables e ineptos que hoy en día pretenden emularlos sin estar capacitados. Nombres
como Kennedy, Mitterrand, Gandhi, Gorbachov, Mandela, incluso Clinton, Brand y
otros que supieron legar a sus ciudadanos un mundo mejor en derechos,
seguridad, libertades, bienestar, progreso y dignidad.
A pesar de sus errores, que también los cometieron, y sus defectos
personales –no eran dioses ni seres providenciales, sino personas entregadas a
un ideal de extraordinaria trascendencia-, tales personajes históricos
deslumbran aún más frente a la mediocridad y la endeblez que caracteriza a la
retahíla de politicuchos que en la actualidad pretenden con descaro gobernar
nuestras vidas, hundiéndonos en la apatía, la desconfianza o el inevitable
repudio. Verlos acaparar puestos, acumular privilegios, crear camarillas y
balbucear consignas en vez de argumentos con la sola finalidad de defender
exclusivamente sus intereses personales o partidistas en detrimento de los del
país, causa tristeza cuando no rabia porque demuestra la veracidad de aquel verso
del Cid, que podría reinterpretarse como “qué gran pueblo si tuviera buenos
gobernantes”.
Ningún pueblo se los merece aunque los vote. Pero es
bochornoso que, cuando más instrumentos y conocimientos existen en el planeta
para combatir calamidades y desigualdades, emerjan políticos tan infames,
ineptos pero sumamente peligrosos, por carecer de escrúpulos para la rapiña y
la mentira, como Trump, Putin, Maduro, May, Netanyahu, Kim Jung-un… y Rajoy,
por citar sólo a los más reconocibles de nuestro entorno. Dignos sucesores de aquellos impresentables, entre ególatras, cleptómanos, alcohólicos o acomplejados patológicos, como Bush (padre e hijo), Berlusconi, Aznar, Blair, Sarkozy y muchos otros, que contaminaron la política de rufianismo y vulgaridad. Entre dictadores, populistas, magnates,
corruptos e ineptos, no hay más remedio que reconocer que, definitivamente, vivimos
en la época de la mediocridad política. Para llorar, si ello sirviera de algo.
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