Cuando, por el motivo que sea, el matrimonio no funciona en una pareja y es causa de problemas irreconciliables entre ellos, lo mejor es rescindirlo por mutuo acuerdo o con el consentimiento de una de las partes, si ello es posible, o de forma unilateral por falta de acuerdo. La disolución del matrimonio se consigue mediante el divorcio en nuestras sociedades modernas, pues el vínculo civil, que no el religioso, que unía a la pareja puede ser anulado judicialmente por expresa petición de cualquiera de las partes. En cualquier caso, todo divorcio, con o sin acuerdo, implica consecuencias y responsabilidades que hay que asumir, sobre todo cuando existen hijos por medio y patrimonios compartidos que repartir. Nunca es una decisión fácil ni agradable, a veces incluso injusta debido a las complicaciones que puede acarrear, a pesar de la mejor voluntad que todos los concernidos pongan en el asunto.
No hay que descartar, empero, la mala suerte, es decir, que
no haya esa buena voluntad en una de las partes y que, además, las decisiones
judiciales vengan impregnadas por estereotipos de género que imposibilitan la
necesaria objetividad a la hora de impartir justicia. Es lo que le ha pasado a
un amigo que buscó en el divorcio la solución a problemas en su matrimonio que
lo hicieron inviable. De eso hace ya más de veinte años, pero continúa purgando
una condena que es indefinida y, al parecer, eterna. La única razón que explica
esta injustificable situación es el prejuicio que considera, en toda relación, que
el hombre es siempre el opresor y la mujer, la víctima. No hay otro argumento,
aunque sí resquicios legales, que justifique el mantenimiento de una situación
culposa a una de las partes, obligada a continuar facilitando una compensación
económica a la otra, después de una separación que ya es más prolongada que el
tiempo que convivieron juntos, y en la que los hijos son ya adultos, independientes
y cercanos a la cuarentena.
Es verdad que el cónyuge al que el divorcio le produce un
desequilibrio económico que implique un empeoramiento de su situación anterior
en el matrimonio, la ley le reconoce el derecho a una compensación en forma de
pensión (alimenticia, gastos del hogar, interconyugal, etc.) con la que se
intenta corregir el desequilibrio producido por la separación. Nadie cuestiona
que, tras una crisis matrimonial, la parte más pudiente compense a la
desfavorecida con una ayuda económica (pensión) y material (uso y disfrute de
la vivienda habitual, etc.) hasta que los hijos alcanzan la edad adulta y los
divorciados logran rehacer sus vidas por separado. Lo que se cuestiona es que
esa compensación no se extinga pasado un plazo suficientemente extenso para que
ambas partes se adapten a las nuevas circunstancias. Se cuestiona que una compensación
indefinida en el tiempo contribuye, más que ayudar, a crear una dependencia en
la parte favorecida por la misma, por poco cuantiosa que sea ésta. Y que, en no
pocos casos, posibilita que quien la cobra no intente corregir el desequilibrio
que justifica la pensión con el malicioso propósito de perpetuar una especie de
“castigo”, en este caso económico, sobre la parte que tiene que satisfacerla. Se
cuestiona, en fin, que, en vez de combatir la subordinación de la mujer
respecto del hombre, esta medida sin limitación no haga más que reforzarla. En
todo caso, es un juez quien establece la limitación temporal o indefinida de
estas pensiones, la modificación de sus cuantías e, incluso, la extinción de
ellas, atendiendo cada caso en concreto y en función de las alteraciones en la
fortuna de uno u otro cónyuge.
Pero a mi amigo, al que esta situación le supone una afrenta
a su dignidad personal, no le reconocen ninguna alteración que lo exima de
seguir abonando una pensión a su exmujer después de llevar más de veinte años
pagándola puntualmente, de que uno de sus dos hijos se fuera a vivir con él
cuando se produjo el divorcio, de que su exmujer se quedara disfrutando de la
vivienda que él había adquirido y de la que sigue haciéndose cargo de los
impuestos municipales que la gravan, de que sus ingresos económicos hayan
disminuidos en los últimos años y de que su exmujer disponga de recursos
económicos más que suficientes para atender sus necesidades. Nada de lo
anterior ha sido tenido en cuenta cuando ha pretendido que la Justicia revisara su caso
a la vista de las nuevas circunstancias y tras haber transcurrido más de veinte
años de su divorcio. Al parecer, su
condena es perpetua.
Y es perpetua porque una de las partes se conforma con esa
dependencia, sólo material y en absoluto sentimental, que le permite mantener
el “castigo” sobre la otra, una “pena” que recae sobre quien ha rehecho su
vida, evolucionando formativa, laboral y personalmente, y premia al que prefiere
acomodarse en el desequilibrio. Tal voluntad de instalarse en el conformismo
obedece muchas veces a la intención de causar daño, un daño moral más que
económico, pues impide la total desvinculación con un pasado que se resiste caer
en el olvido. Por eso, el mantenimiento de semejante situación es, a todas
luces, injusto porque veinte años, el período temporal de una generación, es
plazo más que suficiente para saldar las deudas con el pasado y enjugar los
errores entonces cometidos.
De hecho, la modificación de la antigua ley de divorcio de
1981 así lo contempla aunque no deroga las sentencias con pensión indefinida falladas
con anterioridad, como es el caso que comentamos. Hay que acudir a instancias
judiciales para determinar las alteraciones en la fortuna entre los cónyuges y
solicitar la extinción o limitación temporal de las compensaciones. Pero esas
decisiones judiciales pueden verse influidas por estereotipos de género que
hacen prevalecer la culpa y el castigo en el varón, ya que la mujer es siempre
una víctima indefensa e inocente. De ahí que la resolución judicial así contaminada
sea, además de injusta, rocambolesca y desproporcionada, ya que establece la cadena
perpetua en forma de compensación para un divorcio mientras que un asesinato,
un delito infinitamente más grave, se solventa con unos años de cárcel que, encima,
pueden verse rebajados por la buena conducta del reo.
A mi amigo, en cambio, no le ha beneficiado ni su buena
conducta ni su honestidad, tampoco el cumplimiento formal y puntual de las
correspondientes compensaciones, ni la cesión de su vivienda habitual para su
disfrute por la otra parte, ni siquiera sus desvelos por afrontar los problemas
que se han cebado sobre sus hijos. Nada de eso se ha tenido en cuenta porque su
delito es imperecedero: es un hombre y se ha divorciado. Tiene que pagar por
ello. De por vida. Lo siento por ti, amigo.
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