Todos parecen sobrepasados por las reacciones porque, a
menos de una semana de la presunta consulta, ni los soberanistas que mantienen
este pulso creían que el Estado respondería con tanto rigor para mantener la
legalidad, ni el Estado esperaba que los soberanistas llegaran tan lejos en su
desobediencia a la ley. Tanto es así que el Gobierno estudia, llegados a este
extremo, suspender la
Generalitat y también, incluso, a la Cámara Baja catalana si
finalmente deciden, con o sin referéndum, proclamar la independencia de
Cataluña. La terca actitud del Gobierno regional es manifiesta y parece encaminada
a llegar hasta la sedición en su pulso al Estado. Sin que lo ampare la
historia, ni las leyes ni, por supuesto, ningún derecho democrático (el primer
derecho democrático es el respeto a las leyes con las que la democracia se
dota), los secesionistas apuestan el todo o nada a un envite definitivo por la
independencia de Cataluña.
Sin embargo, no es la primera vez que provocan un
enfrentamiento tan grave. Esta historia de desencuentros entre España y
Cataluña no es ninguna novedad, pero, como dijo Marx, la historia cuando se repite se
convierte en una farsa. Una farsa que trágicamente está dividiendo a la
sociedad catalana en dos bandos excluyentes e intolerantes, en los que podrían desencadenarse odios y enfrentamientos
que, sin duda, perdurarán en el tiempo y afectarán negativamente a la
convivencia. Un precio demasiado alto para una ensoñación independentista.
El caso es que esta situación ya la había advertido hace
tiempo Manuel Azaña, el último presidente de la
II República española, al principio
defensor de los deseos catalanes por su autogobierno, pero profundamente
defraudado después por las deslealtades de éstos tras conseguir el Estatuto de
Nuria. Como si fuera testigo de lo que hoy sucede, Azaña no dudó en acusar a la Generalitat de irredenta
por actuar “en franca rebelión e insubordinación, y si no ha tomado las armas
para hacer la guerra al Estado, será o porque no las tiene o por falta de
decisión, o por ambas cosas, pero no por falta de ganas”. Son palabras pronunciadas en 1934 que parecen
describir la realidad actual.
Por aquel entonces, tras proclamarse la
II República española (1931-1939), el
Gobierno provisional republicano negocia con los catalanes el Estatuto de
Nuria, el primero que dota de autonomía a Cataluña y le reconoce gobierno y
parlamento propios. Pero, como pretende hacer Puigdemont en la actualidad, el entonces
presidente de la
Generalitat , Lluis Companys, aprovechando la inestabilidad
política en España por la revolución de Asturias y la declaración del estado de
guerra por parte del presidente de la República , proclama en octubre de 1934 el Estado
Catalán de la
República Federal Española. Azaña, que, como decimos, fue uno
de los impulsores del Estatuto catalán, no puede evitar expresar su disgusto
ante la deslealtad del gobierno catalán: “Por lo visto es más fácil hacer un
Estatuto que arrancar el recelo, la desconfianza y el sentimiento deprimente de
un pueblo incomprendido”.
De aquel Estatuto hasta el actual ya sabemos lo que pasó: sufrió
los avatares de la República ,
al ser suspendido por el gobierno de Lerroux-Gil Robles y vuelto a poner en
vigencia por el del Frente Popular. La dictadura de Franco lo derogó finalmente
y la restauración de la democracia, al resolver el problema territorial
mediante el Estado de las Autonomías, posibilitó la elaboración de uno nuevo,
el actual Estatuto, que, otra vez, es orillado por los que desean la
independencia, contraviniendo las leyes y sin más argumentos que un inexistente
“derecho a decidir” que los independentistas no reconocen a cuantos hasta la
fecha han “decidido” en las urnas el estatus
quo actual.
Seguimos, pues, comportándonos, en este y en tantos otros
problemas, como Manuel Azaña retrataba con su perspicaz elocuencia: “Al español
le gusta tener libertad de decir y pensar lo que se le antoja, pero tolera difícilmente
que otro español goce de la misma libertad, y piense y diga lo contrario de lo
que él opinaba”.
Frente al egoísmo que orienta la mayoría de las
reclamaciones territoriales, antes y ahora, en nuestro país, advertía el político republicano: “Todos los intereses
nacionales son solidarios y, donde uno quiebra, todos los demás se precipitan
en pos de su ruina”. Y ello es así porque “todos los españoles tenemos el mismo
destino, un destino común, en la próspera y en la adversa fortuna, cualesquiera
que sean la profesión religiosa, el credo político, el trabajo y el acento…” Exhortaciones que, como sabemos, cayeron en saco roto, pero que hoy seguimos ignorando.
Y todo esto lo dijo el último presidente de la República española un 18
de julio de 1938 desde el Ayuntamiento de Barcelona, donde aseguró, como si fuera
clarividente: “A pesar de todo lo que se hace para destruirla, España
subsiste”. Y subsistirá, cabría subrayar hoy ante las vicisitudes del conflicto
catalán, un conflicto supuestamente generado por la libertad y la democracia. Pero olvidamos que "la libertad no hace ni más ni menos felices a los hombres; les hace, sencillamente, hombres." ¿Reconocen al autor de la sentencia?
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