Esto debe ser así porque las reacciones emocionales suelen
ser exageradas, ciegas, confusas y poco útiles, y se prestan a la manipulación
interesada y la creación de estados de opinión que convienen a los que “pescan
en ríos revueltos”. Por ello interesa averiguar con desapasionada precisión cuánto
sucede e intentar determinar sus causas reales a fin de atinar en la respuesta
y fortalecer nuestra defensa. Nada se logra, por tanto, en culpabilizar del desastre
e identificar a sus autores con la totalidad del colectivo musulmán ni, tampoco,
con el fenómeno de la inmigración. Las generalizaciones, aparte de injustas, no
hacen más que desviar responsabilidades y camuflar incompetencias y errores.
Yerran en el diagnóstico y fallan en la solución de los problemas, como demuestra,
precisamente, el presidente Trump en Estados Unidos cuando dice combatir el
terrorismo islamista prohibiendo la entrada de todo musulmán a su país. Criminaliza
una religión. Y adopta, en su obcecación, medidas extremas que son inútiles y
zafias, entre otros motivos porque no se pueden poner puertas al campo ni muros
a los océanos, aunque permitan ganarse el apoyo emocional de los que creen que
los problemas complejos tienen soluciones simples y, en apariencia,
contundentes.
Nada es sencillo ni fácil en la lucha contra el terrorismo
de cualquier jaez, pero menos aun en el de raíz islamista radical. De ahí la
necesidad de aclarar ideas y precisar términos para saber de lo que se habla y
a quiénes nos referimos. Racionalizar el problema. Y lo primero es reiterar cuantas
veces haga falta que los musulmanes no son el problema, ni estamos frente a una
guerra de civilizaciones, ni los inmigrantes debilitan nuestras defensas frente
al terror. Incluso hay que subrayar que ni siquiera los occidentales somos los
más perjudicados por este mal que sólo excepcionalmente incide –y mata- a
ciudadanos de nuestros países. Nada de lo anterior, empero, impide que se actúe
con determinación y eficacia frente a los que intentan minar nuestras
convicciones y atemorizar a nuestros pueblos, haciéndonos creer que somos vulnerables
a sus acciones a la desesperada. Buscan infructuosamente con sus bombas y
atentados que renunciemos, en aras de la seguridad, a los ideales y valores de
libertad, democracia, tolerancia e igualdad que iluminan nuestras sociedades,
incitando una respuesta pasional que contribuya a convertirlos en víctimas y no
en verdugos, que es lo que son, lo que utilizarían como justificación a sus
arrebatos homicidas. Pero tal precisión ha de empezar por el lenguaje, definiendo
conceptos y aclarando términos, puesto que nada hay más tendencioso que las
palabras, con sus connotaciones y ambiguas interpretaciones que denotan
intenciones, sean explícitas o implícitas. Expresan más de lo literalmente
dicen hasta convertirse algunas de ellas en términos peyorativos, útiles para
la ofensa y la difamación. Por eso conviene no dejarse llevar por la emoción.
Y es ahora, en que la rabia nos presenta al Islam como el
enemigo y al “moro” como objeto de nuestras fobias y peores temores, cuando
hay que afirmar con rotundidad que la religión de los seguidores de Mahoma,
igual que otros credos, no representa ningún peligro para los fieles del
catolicismo en Occidente. Aunque toda religión, por definición, se considera como
la única verdadera y fruto de la revelación divina, lo que supone que las demás
son falsas, ello no significa que en estos tiempos modernos unas y otras
mantengan un enfrentamiento a muerte entre ellas, salvo esos cuantos lunáticos
islamistas que, por motivaciones políticas y de dominio ideológico, declaran la
“guerra santa”, la yihad, contra aquellos que no comulgan ni acatan su particular
interpretación religiosa ni la obligada tutela que esta ejerce sobre la
organización civil, social y cultural, allí donde se implanta a sangre y fuego.
Las primeras y principales víctimas de la intransigencia
religiosa de estos radicales son los propios seguidores del Islam, los
musulmanes que habitan los países por donde expanden su terror los yihadistas
con afán excluyente y totalitario, despreciando y asesinando a quienes pertenecen
a cualquier otra escuela o secta islámica (sunníes, chiíes, wahhabistas,
salafistas, etc.) que no sea la que ellos encarnan con bombas y metralletas. La
casi totalidad de los musulmanes son pacíficos y se integran sin dificultad en
nuestras sociedades, manteniendo, eso sí, ritos y costumbres de su cultura y
religión perfectamente compatibles con la convivencia en sociedades plurales y
diversas. Se pueden contar con los dedos de una mano los inmigrantes islámicos
que han cometido atentados terroristas en los países de acogida. La mayoría de esos
inmigrantes huyen de guerras, calamidades y pobreza de sus respectivos orígenes.
De ahí que la inmigración no sea la causa principal, ni siquiera condición que
lo favorezca, del terrorismo islamista radical que intenta atemorizarnos en
nuestros países con actos arbitrarios y a la desesperada.
Lo que sí se produce es que los descendientes en segunda o
tercera generación de esos inmigrantes, que ya nacieron en nuestros países y
son ciudadanos occidentales como nosotros, con problemas de identidad y arraigo
(no se consideran totalmente europeos, pero tampoco árabes), marginados, sin
apenas formación, excluidos del mundo laboral y sin expectativas en su horizonte
vital, se convierten en presas fáciles para la radicalización por parte de
manipuladores religiosos (emir o imán radicado aquí o a través de Internet),
que los convencen de que su identidad islámica está por encima de la europea y han
de vengarse de los “infieles” de esta sociedad que impide que “su” Islam se
expanda y, como verdadera religión que es, implante su dominio en esta parte
del mundo. Así mentalizados, pueden crear una célula de desarraigados
musulmanes radicalizados dedicada a practicar la Yihad por su cuenta y
riesgo, sin necesidad de estar coordinada por ninguna organización de dentro ni
de fuera del país, aunque posteriormente al atentado la más activa de ellas
reivindique la autoría de un hecho que ignoraba se estaba preparando. Se valen
de esos “lobos solitarios” o células invisibles para amplificar una amenaza que
no están en condiciones ni capacidad de materializar. Es decir, no todos los
atentados cometidos en Europa son obra del Daesh, grupo armado islamista que
prácticamente ha sido expulsado de todos los territorios que había ocupado en
Siria e Irak.
Es injusto y desproporcionado acusar, pues, al Islam y a los
musulmanes de las atrocidades que cometan unos lunáticos en nombre de Alá. Lo
que sí se debe exigir a la comunidad musulmana es que detecte y denuncie a las
autoridades a los que sorprendan de entre ellos con un fanatismo hostil hacia
el país que los acoge y en el que residen, con actitudes violentas hacia las
personas de otras creencias y culturas, y que muestran conductas sospechosas de
estar siendo radicalizados por desconocidos.
Pero ninguno ha de ser tildado de “moro” como expresión
que denota nuestro desprecio y rechazo. Porque no todos proceden del Magreb ni
invadieron España en el siglo VIII. Pueden ser sirios, pakistaníes, turcos,
marroquíes, sudaneses y hasta palestinos que comparten profesar una misma
religión, en cualquiera de sus divisiones, como seguidores de Mahoma. Hay que
dejar de usar ese término peyorativo con el que denominamos a todo árabe que
practica el Islam, a todo musulmán procedente de África o Cercano Oriente que
habla árabe y se arrodilla varias veces al día a rezar el Corán. Si queremos
derrotar el terrorismo yihadista tendremos que concretar quiénes son los
terroristas y no tachar a medio mundo de ser nuestro enemigo. Así no
derrotaremos nunca esta amenaza que nos conmueve hasta las entrañas. Los
musulmanes auténticos también se manifiestan en contra de la violencia y el
terror.
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