Mucha gente muere en los hospitales, lugares donde todos sus profesionales se dedican a luchar contra la enfermedad y velar por la salud de pacientes y usuarios. Son sitios en los que no resulta extraño que se produzcan, de forma cotidiana, muchas defunciones como resultado inevitable de procesos patológicos irreversibles o por el deterioro psico-somático que conlleva la vejez y el final de la vida de las personas. Todos hemos de morir alguna vez. Pero morir en unas instalaciones hospitalarias como consecuencia de un accidente perfectamente evitable es, además de injustificable, intolerable. Podrán esgrimirse explicaciones más o menos técnicas, pero no se hallarán razones que justifiquen la muerte trágica de un paciente aplastado por un ascensor. Ello es inconcebible, máxime en estos tiempos en los que sistemas mecánicos, técnicos y electrónicos con que se equipan estas máquinas garantizan su perfecto funcionamiento y minimizan cualquier riesgo, incluso en caso de fallo del suministro de energía eléctrica. Nada de lo cual evita las averías, pero ninguna de ellas con resultado de muerte.
Sin embargo, es lo que pasado en un centro sanitario. En el
Hospital de Valme de Sevilla ha muerto hace unos días una joven de 25 años, que
acababa de dar a luz por cesárea su tercer hijo, cuando era trasladada desde la
zona quirúrgica a la de hospitalización. Durante el trayecto, el celador que la
traslada se percata de que el ascensor no responde a las órdenes pulsadas en la
botonera y, al intentar sacar la camilla para utilizar otro elevador, éste se
pone repentinamente en marcha con las puertas abiertas y atrapa a la
paciente contra las estructuras superiores, aplastando su cabeza y provocándole
un traumatismo craneal severo que le causa la muerte inmediata, sin que diera
tiempo de acabar de extraer la camilla de la cabina. Es una muerte atroz,
inexplicable, injustificable e injusta. El celador testigo de los hechos está
en tratamiento psicológico y los familiares de la víctima aún aguardan, más
allá de las burocráticas condolencias, la asunción de las debidas
responsabilidades, al nivel que correspondan. Porque lo ocurrido es una
tragedia inverosímil que nadie podía imaginársela. Resulta inconcebible que en
pleno siglo XXI, en el que los adelantos técnicos permiten hasta triplicar los
mecanismos de seguridad de los elevadores, sujetos además a periódicas revisiones
que condicionan su uso, se pudiera producir un accidente de esta magnitud, de
fatales consecuencias, por un cúmulo tan insólito de fallos. Alguien o algunos tendrán que
dar la cara por lo acaecido, sin endosarlo a la casuística de accidentes
desafortunados e inevitables que acarrea cualquier actividad humana. Éste, en
concreto, era un accidente perfectamente evitable si se hubieran respetado
todos los protocolos de mantenimiento, revisión y reparación que aseguran el
buen estado de funcionamiento de las máquinas elevadoras. Algo, pues, ha
fallado y algunos, de manera activa o pasiva en el ejercicio de sus
competencias, han actuado con negligencia, una negligencia homicida. Y esa
responsabilidad hay que depurarla, no sólo como castigo o escarmiento, sino
para que no vuelva a ocurrir, nunca más, nada parecido. Nadie debe morir por el
fallo de un ascensor. Y menos en un hospital.
La población está conmocionada, y con razón, porque teme que
lo sucedido sea fruto de una conjunción de fallos no correctamente solventados
por múltiples contingencias, que abarcan desde la austeridad económica que
condiciona un mantenimiento riguroso y exhaustivo hasta la manipulación de
comandos o sensores que reduzcan las pérdidas de tiempo en un aparato de uso
continuado y permanente. Tal vez, incluso, la simple fatalidad de otros
factores desconocidos que inutilizaron los sistemas de bloqueo de seguridad de
la máquina. Todo ello lo investigan la Justicia , la empresa externa encargada de su
mantenimiento y los técnicos del propio hospital, a fin de averiguar la o las
causas de un fallo tan extraño y repentino. Hasta los expertos del sector se
muestran sorprendidos porque lo sucedido es algo inusual.
Pero, mientras tanto, los familiares de la mujer aplastada
por el ascensor y los usuarios de la sanidad sevillana y andaluza exigen
responsabilidades que vayan más allá de las meras notas de lamento y condena
con las que pretenden disculparse los directivos de la institución y los responsables
de la sanidad andaluza. Accidente fortuito, chapuza o negligencia hay que
esclarecerlos sin lugar a dudas y con total transparencia, ya que un derecho,
como es el de la salud, no puede suponer un riesgo mortal para el que lo exige,
lo ejercita y, encima, lo financia con sus impuestos. Los recortes en sanidad,
y en cualquier otro servicio público, no deben afectar a la calidad de la
prestación. Pero menos aún poner en riesgo la vida de los usuarios. Esperamos,
por tanto, esa explicación, que no justificación, de lo sucedido en ese
hospital. ¿Quién va a dar la cara?
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