No es conveniente, ni prudente, tomar partido en los problemas conyugales de pareja. Se puede acabar perdiendo la amistad de una de las partes, o de las dos, en caso, incluso, de una inesperada pero probable reconciliación del matrimonio. Sin embargo, a veces no hay más remedio que dejar las equidistancias y comprometerse con quien estimamos víctima de un abuso intolerable o una situación desgraciada. Máxime, si existe violencia o maltrato por medio. En tales casos, no es posible evitar ponerse en la piel y mostrar una imprescindible empatía con la parte que ha sufrido amenazas, castigos y humillaciones que atentan contra su dignidad como persona. Por eso me pongo en la piel de Juana Rivas, creo en su historia e intuyo que lo que hace es por el bien de sus hijos.
Es sumamente raro que estas situaciones se aireen fuera de
las cuatro paredes en las que se desarrollan. Pertenecen al núcleo de intimidad de
la pareja y apenas rebasan esa barrera de ignominia, dolor y vergüenza que
causa en la parte afectada, que las soporta confiando en que se trata de un episodio
excepcional o por mantener la ficción de normalidad familiar ante los hijos e,
incluso, ante la indefensión que se vislumbra tras una ruptura definitiva y sin
recursos. Todo se aguanta hasta que ya no se puede más y estalla un conflicto
que viene de antiguo. Como el caso que está de actualidad en comentarios de la
calle, en tertulias diversas, en noticiarios y medios de comunicación y hasta
en los rumores y bulos de peluquería. El caso de Juana.
Juana es una joven granadina que se separa de su pareja, un
italiano 14 años mayor que ella, al que denuncia por malos tratos, siendo
considerado culpable y condenado en 2009 por agresiones. Tras la separación, ella
regresa a España, con un régimen de visitas al hijo de ambos que es más o menos
respetado hasta que, tres años más tarde, el exmarido se lleva al niño a Italia
y no lo devuelve, por lo que Juana vuelve a presentar denuncia de los hechos.
En 2013, Juana se queda sin trabajo y su exmarido la convence para volver a
Italia, donde viven en una minúscula isla cerca de Cerdeña, en una casa rural
aislada en medio del campo. En vez de reconciliación, allí vive Juana, según su
testimonio, una especie de cautiverio en el que se suceden los malos tratos,
tanto físicos como psicológicos, en un ambiente tan hostil como cerrado que más
parece una cárcel que un hogar. Finalmente,
Juana huye y regresa a España, trayéndose consigo a sus dos hijos, de tres y
once años, pues durante el breve espacio de su fallida reconciliación concibió
al más pequeño. Pero no es hasta dos meses después de hallarse en España que
Juana denuncia a su expareja, en julio de 2016, por violencia de género. Esa
denuncia no fue traducida ni cursada a Italia a su debido tiempo, por lo que su
exmarido tuvo tiempo de presentar con anterioridad una denuncia internacional,
en agosto, contra Juana por secuestro de menores. La Justicia italiana dicta
sentencia en la que exige la devolución de los niños a su domicilio habitual
(Italia) para que convivan con su padre, un hombre condenado por maltrato a la
madre de los niños. Desde entonces, Juana se halla en paradero desconocido,
desde el pasado 26 de julio, desobedeciendo citaciones y sentencias judiciales
que podrían acarrearle males mayores, como el ingreso en prisión y hasta la
pérdida de la patria potestad de sus hijos.
¿Quién es capaz de asumir tantos riesgos y por qué? Estoy
convencido que sólo una madre es proclive a actuar a la desesperada por sus
hijos. Ella afirma que sus hijos están en peligro y que se esconde para
protegerlos, a la espera de que el Tribunal Constitucional decida sobre su
petición de amparo. Desgraciadamente, el Tribunal no admite el recurso y deja
en una posición sumamente delicada a la joven granadina. Entre la versión del
padre y la de la madre, parece más verosímil la de ella, al estar impregnada
por la desesperación y las insensateces ciegas de quien busca proteger, no su
integridad física, sino la de sus hijos. Sólo el miedo y la desesperación
pueden explicar su conducta, sin más antecedentes que el de ser víctima de un
exmarido agresor y violento. Sin embargo, la fría y calculada actuación de su
exmarido, midiendo sus pasos, sus declaraciones y sus iniciativas judiciales,
parecen provenir de quien no acepta que su autoridad se discuta, no tolera perder
ni verse rechazado por lo que creía era de su propiedad y no admite, a pesar de
la sentencia condenatoria por agresiones brutales, ser el perdedor en su
enfrentamiento con su exmujer. Ambos aluden a la defensa de los hijos, cuya
protección debería tener supremacía frente a cualquier otro derecho o consideración, pero parece más verosímil esa
preocupación en quien se juega el pellejo frente a la ley que en quien no ha
dudado en hacer uso de la violencia para imponer su voluntad machista, sin
importar siquiera que los niños sean testigos de su violencia.
No sé cómo acabará esta desagradable historia ni qué futuro
aguarda a Juana. Pero me pongo en su piel y espero que, con ayuda de la
repercusión social y mediática, la
Justicia se quite la venda de los ojos y dicte con
sensibilidad una solución que no perjudique aun más a una madre a la que golpean,
no sólo su exmarido, sino también el infortunio, la desesperación y el Código
Penal. Hay que ponerse en su piel para comprenderla.
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