La cosa comenzó a desmadrarse desde antes que Donald Trump
arribara en Washington con los modales de un matón de barrio y desdeñara las
contemplaciones y la paciencia mantenidas hasta entonces por Estados Unidos y
la comunidad internacional con el cerrado y aislado régimen de Corea del Norte,
una reliquia comunista de los tiempos en que ambas superpotencias jugaban al
ajedrez geoestratégico en terceros países tras la Segunda Guerra Mundial. Allí,
en la antigua colonia japonesa que ganó su independencia tras la última Guerra
Mundial, ambas superpotencias libraron un enfrentamiento que acabó dividiendo
el país en dos mitades: Corea del Sur, capitalista y aliado de EE.UU., y Corea
del Norte, comunista y al amparo, primero, de la antigua URSS y de China,
después. Pero aquella guerra nunca selló la paz y se mantiene latente, en
“stand by”, gracias a un armisticio que no elimina totalmente las enemistades
ni las desconfianzas.
Corea del Norte, un país receloso y pobre que mantiene en la
miseria y bajo opresión a su pueblo, invierte, no obstante, a causa de esa
guerra nunca definitivamente acabada, un porcentaje nada despreciable de su
presupuesto en rearmarse hasta los dientes. Por ello aspira a convertirse en
una potencia nuclear que le garantice el respeto, si no el temor, de los
estados vecinos que lo consideran un anacronismo insoportable.
Tal es la razón, precisamente, por la que, desde finales del
siglo pasado y principios de éste, Pyongyang está siendo estrechamente vigilado
a causa de su programa para producir plutonio (material con el que se fabrica
una bomba atómica) y, especialmente, por abandonar, en 2003, el Tratado de No
Proliferación Nuclear e iniciar sus primeras pruebas nucleares y balísticas,
algo inconcebible en un país que se declara pacífico y sin ambiciones
expansionistas. Pero el comprensible anhelo de defensa, aun exacerbado desde esa
paranoia que considera enemigo al resto del mundo, no justifica la posesión de
armas nucleares ni las constantes amenazas y provocaciones que periódicamente
exhibe, aunque sean para consumo interno y con la intención de elevar la moral
de una población con un futuro más negro que incierto.
Pero a ello hay que añadir que, desde la llegada al poder
del joven Kim Jong-un, un niñato con
veleidades sanguinarias (asesina a sus opositores, aunque pertenezcan a su
familia), la situación no ha hecho más que empeorar y multiplicar los desafíos. Con
él como máximo líder, se ha acelerado el programa armamentístico hasta el
extremo de haber realizado cerca de 80 pruebas con misiles de distinto alcance,
entre operativos o en desarrollo, desde el año 2012, a pesar de las
sanciones económicas y las resoluciones condenatorias de Naciones Unidas. Nada parece
frenar la obsesión armamentista de la dictadura norcoreana. Y mucho menos las
amenazas de Donald Trump, dispuesto a proseguir con la escalada retórica hasta
donde sea innecesario e imprudente en un comandante en jefe del Ejército más
poderoso del mundo. Se alimenta así una tensión que no resuelve el
conflicto, entre otros motivos porque la opción de la fuerza bruta no exime las
más que probables consecuencias indeseables a Estados Unidos y, menos aún, a
los vecinos limítrofes con el foco del problema, como son Corea del Sur, Japón
y la base aereonaval norteamericana de la isla de Guam, entre otros.
Basta recordar, para hacerse una idea del peligro de una
confrontación armada, que 15.000 cañones de artillería, capaces de lanzar seis
toneladas de obuses de 170
milímetros , están apuntando desde el norte de la zona
desmilitariza hacia Seúl, con la letal capacidad de ocasionar, además de la muerte de miles
de civiles surcoreanos inocentes, tal daño material que sumiría en una grave
crisis a una de las economías más importantes de Asia, aparte de otros efectos
negativos en las del resto del globo. Ya las simples escaramuzas verbales están
despertando la desconfianza de los mercados y haciendo bajar las Bolsas
internacionales desde hace varios días. Por eso hay que pensarme muy bien la
opción militar que tanto parece gustar a Kim Jong-un y a Donald Trump,
empeñados ambos en ver quién es más atrevido.
Antes de que la lluvia de “furia y fuego” arrase el país
como se hizo en Vietnam (lo que no permitió ganar la guerra), Corea del Norte
podría lanzar sus misiles y disparar sus cañones a la desesperada, sin que la
totalidad del ataque pueda ser interceptado y neutralizado. Desde esa
convicción es con la que advierten de su determinación de responder con misiles
de alcance intermedio, que cruzarían los cielos de Japón, para atacar la base
norteamericana de Guam. Un objetivo tan factible como el de Seúl y Japón en
caso de desencadenarse las hostilidades. De ahí los llamamientos de la
comunidad internacional por encauzar el conflicto por la vía del diálogo y la
diplomacia. La desnuclearización de la península sólo se conseguirá desde el
diálogo y la negociación, no desde la guerra. Por tal motivo la Unión Europea se pide calma.
China, a pesar de su apoyo a la última resolución de la ONU que impone nuevas
sanciones a Corea del Norte, también reclama sosiego a ambas partes. Y hasta en
el propio EE.UU. comienzan a verterse críticas entre demócratas y republicanos
por la manera que el presidente Trump conduce la crisis mediante amenazas y
comentarios en twitter. Incluso su secretario de Estado, Rex Tillerson, llama a
la calma. Y es que, si temible es el líder norcoreano, también lo es el
demagogo e imprevisible presidente norteamericano. Eso es precisamente lo
preocupante de este redoble de tambores: es producido por dos chiflados que
juegan a la guerra, sin importarles las consecuencias que puedan tener para los
demás, a los que pertenecemos al resto del mundo. Maldita la gracia.
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