Todo se basaba en un precio del dinero bastante barato (gracias
a una política monetaria muy laxa por parte de la Reserva Federal
estadounidense) y un mercado inmobiliario en fuerte expansión (en el que cualquiera
podía comprar y vender una vivienda obteniendo gran rentabilidad, tanto para el
banco acreedor como para el prestatario insolvente: la llamada burbuja
inmobiliaria). Es oportuno recordar que el quebranto se produjo inicialmente por
el negocio especulativo de carácter privado de tales agencias y bancos, cuyo
endeudamiento, con el que alimentaban la especulación, endosaron al sector
público en forma de deuda pública que los gobiernos tuvieron que afrontar con
el dinero de los contribuyentes, a través de políticas restrictivas del gasto,
austeridad presupuestaria y demás recortes en programas sociales y servicios provistos
por el Estado de Bienestar. Al final, como se sabe, la crisis la han pagado los
ciudadanos, que todavía continúan soportando las consecuencias económicas,
laborales y políticas de una estafa inmensa de la que eran ajenos y de la que,
en todo caso, fueron simplemente víctimas.
Pasada una década de la una crisis que todavía sirve a los
gobiernos como excusa para imponer medidas económicas neoliberales que
favorecen al capital, los bancos y las empresas, se puede hacer un somero
balance de las consecuencias de la mayor crisis que ha barrido esta parte del
mundo desde la Gran Depresión
del año 29 del siglo pasado, un balance que contrasta con la propaganda
gubernamental, empeñada en resaltar que el problema ha sido solventado y una
supuesta recuperación económica nos encarrila nuevamente por la senda del
crecimiento, la prosperidad y el pleno empleo. Esos propagandistas oficiales no
están interesados en recordar el enorme retroceso económico y social producido
por la falta de regulación de un sistema financiero dejado a su libre arbitrio,
pero del que se han “socializado” las pérdidas sin que asumieran la
responsabilidad de sus desafueros. Los voceros gubernamentales procuran ocultar,
con gran éxito por cierto, que la verdadera causa de la crisis fue el
comportamiento irresponsable de bancos y agentes financieros, no de los
ciudadanos, a los que se les quiso echar la culpa con aquello de que vivían por
encima de sus posibilidades.
El colapso de los mercados financieros rápidamente provocó
el hundimiento de amplios sectores de la economía, la quiebra de numerosas
empresas por falta de financiación, el incremento vertiginoso del número de
personas sin empleo y una caída drástica del consumo y de la actividad
económica en numerosos países, pero de manera especial en España, por la
debilidad de su mercado laboral. Pero si graves fueron las consecuencias
directas de la crisis, más dañinas aún fueron las derivadas de las políticas implementadas
por los gobiernos (socialista y conservador) por “ganarse” la confianza de los
mercados y el beneplácito de los “guardianes” del sistema económico capitalista
en el que nos desenvolvemos (FMI, Banco Mundial y Organización Mundial del
Comercio), representados en la Unión Europea
por Angela Merkel, que vela por los intereses de una Alemania que es la gran
acreedora de Europa (la famosa “locomotora” económica del Continente). Es por
ello que Bruselas ha “recomendado” insistentemente en priorizar el pago de la
deuda frente a la prestación de servicios públicos a la población, obligando
incluso que se reconociera así en la Constitución , la única reforma de la Carta Magna que se ha hecho en
cuestión de semanas. Y ante la caída de los ingresos, los gobiernos, con buena
o peor gana, decidieron actuar sobre los gastos, reduciéndolos todo lo posible
y más mediante recortes a mansalva, una austeridad a rajatabla y una merma en
derechos y libertades como nunca antes se había producido en la historia
democrática de nuestro país.
Tales “recetas” neoliberales para afrontar la crisis, como
si fueran verdades indiscutibles que no tenían alternativa, han ocasionado el empobrecido
de amplias capas de la población, extendido la precariedad laboral, provocado
un retroceso inimaginable en las condiciones de trabajo, rebajado los salarios,
eliminado o reducido prestaciones sociales, destruido las clases medias,
empeorado las condiciones de vida de una inmensa mayoría de los ciudadanos y
aumentado la desigualdad en el seno de la población, además del
desmantelamiento de las redes de protección social que proporcionaba el Estado
de Bienestar, adelgazado del tal manera que ha perdido eficacia y calidad (en
hospitales, colegios, juzgados, becas, pensiones, seguridad, dependencia, etc.)
Sin embargo, mientras se escatimaban ayudas a los más
necesitados y perjudicados por la crisis, se socorría a los bancos y se
apuntalaba el sistema financiero y bancario, aparte de favorecer a los
acaudalados inmersos incluso en delitos, mediante rescates, bonificaciones y
amnistías fiscales. De esta forma, se trasladaba todo el esfuerzo para la
resolución de la crisis a las familias de rentas medias y bajas y a la clase
trabajadora, las únicas que en este país han soportado los sacrificios exigidos
por la avaricia de unos especuladores que no sólo se han ido de rositas, sino
que han sido protegidos por el poder político, en connivencia con el económico
y financiero.
Y hoy, al cabo de diez años, gracias a reformas laborales y
una austeridad suicida, nos han impuesto que se trabaje más, en peores
condiciones y por menos salario, sin ninguna estabilidad en el empleo, mientras
los ricos son más ricos y las empresas y bancos son más poderosos y fuertes. Se
ha devaluado intencionadamente el mercado laboral pero se ha fortalecido el
capital y el sistema financiero, para satisfacción de los mercaderes y los
apóstoles del neoliberalismo económico. Ahora, gracias a condiciones
coyunturales favorables por el abaratamiento de las energías (petróleo), la
ayuda temporal del Banco Central Europeo para financiar deuda y un mercado
exterior más activo que el nuestro, parece que superamos la crisis y que la
recuperación se perciba en las grades cifras macroeconómicas. No obstante, nada
de lo anterior permite que los trabajadores y clases medias sigan sin verla
reflejada en sus nóminas, sus condiciones laborales ni en su calidad de vida. Los
grandes damnificados de la crisis siguen instalados en la precariedad y con sus
derechos mermados, sin que puedan albergar, según advierte el Gobierno
(continuar y profundizar las “reformas”), ninguna esperanza de mejora, por
muchos turistas que vengan este verano a nuestras playas y muchos contratos
temporales permitan la ilusión de una real recuperación. Y es que las nuevas
condiciones laborales, que han laminado el estatuto de los trabajadores y los
convenios colectivos, han venido para quedarse porque conviene a los que se
forran con la pobreza de los trabajadores y las dificultades de los desfavorecidos.
Así de claro.
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