Cuando desde el Gobierno y los índices macroeconómicos se alardea
de una casi milagrosa recuperación económica tras una década de crisis, incluso
como argumento para consolidar un control político y social que impida todo
cuestionamiento de las reformas neoliberales, parece natural que quienes más perdieron
con esa crisis y con las medidas tomadas para combatirla reclamen la devolución
de lo que les quitaron y que no dan por perdido. Parece llegado el tiempo de exigir
el retorno de las condiciones laborales y la recuperación de los salarios, todo
lo cual fue machacado en nombre de una crisis que todos aseguran está superada,
menos para los trabajadores, que continúan soportando sus consecuencias. Hasta
ahora. Ya los asalariados comienzan a rebelarse contra una situación que debía
ser coyuntural y que patronos y gobierno pretenden sea permanente: mantener
sueldos de miseria, trabajos precarios y condiciones laborales nefastas para
los trabajadores. En definitiva, que se trabaje más que antes pero por menos
retribución que nunca. Un timo que con la excusa de la crisis se intenta
perpetuar. Y los empobrecidos, trabajadores en activo pero también en el paro,
han decidido no soportar más la situación que les humilla y atenta contra su
dignidad: han comenzado a exigir lo que les corresponde de la recuperación:
condiciones y salarios dignos. Exigen, pues, lo perdido. Y están en su derecho.
Y lo hacen con los medios que les reconoce la ley: con
manifestaciones, paros y huelgas, único modo de obligar a patronos y Gobierno a
sentarse a negociar y conseguir acuerdos que satisfagan sus exigencias. O para
negarse que su situación empeore aún más, aunque los tachen de privilegiados e
insolidarios. Plantillas reducidas al límite, salarios rebajados o congelados
por lustros, condiciones laborales que niegan cualquier beneficio a los
trabajadores, incluido el de la negociación colectiva, y medidas que suponen un
retroceso en las relaciones laborales nunca imaginado tras años de lucha por
conquistas y derechos en los que algunos, víctimas de la represión y las balas,
pagaron con la vida. Ya era hora de reclamar lo arrancado a los más humildes, a
los trabajadores que sostienen con su precariedad los abultados beneficios y
las grandes rentabilidades que se endosan los poderosos, los dueños de los
conglomerados, los amos de las industrias y los ricos que especulan con el
sudor de los que trabajan en tajos y fábricas. Y al Gobierno, que al tiempo que
favorece a los poderosos, esquilma con impuestos a los que deja en la estacada,
sin apenas recursos y sin ayudas públicas.
Los últimos en no aguantar más han sido los vigilantes de
seguridad del aeropuerto del Prat de Barcelona, trabajadores de la empresa de
multiservicios Eulen, subcontratista de una empresa pública, Aena, que gestiona
los aeropuertos de España. Es la jugada clásica del liberalismo económico: para
abaratar un servicio que antes prestaba personal propio, se contrata una
empresa privada que lo provea a menor costo. Y ese menor costo se consigue
reduciendo plantillas y rebajando salarios. Hasta que ya no se puede más y
estalla el conflicto, naturalmente cuando más le “duele” a la empresa, cuando
más necesario es su funcionamiento, cuando hay miles de usuarios transitando
por aquellas instalaciones, cuando se puede presionar para negociar de verdad.
Pero no piden la luna, exigen recuperar el poder adquisitivo perdido en estos
años, justamente cuando la recuperación devuelve los beneficios a la empresa y
llena el bolsillo de sus administradores. Exigen lo suyo, ni más ni menos. Como
cualquier trabajador que anhele trabajar con dignidad.
Como también lo exigieron los trabajadores de los puertos
españoles, los estibadores que vieron peligrar sus condiciones laborales por la
desidia de un Gobierno que esperó hasta el último momento para abordar las
reformas que imponía Bruselas tendentes a liberalizar el sector. Tampoco pedían
la luna, sino garantizar lo que tenían, condiciones y salarios, independientemente
de los procedimientos de selección y acceso. También ellos se vieron forzados a
manifestaciones y huelgas, cuyas consecuencias enseguida fueron esgrimidas en
su contra, como si fueran los causantes del problema.
Y los mismo ha sucedido con los examinadores de Tráfico,
hartos de trabajar a destajo y en cada vez peores condiciones. Y los de las
ambulancias de Gerona, y los de Renfe, y los profesores interinos, y las camareras
de planta de los hoteles, y todos los que faltan por sumarse a exigir lo quitado,
lo robado, pero en absoluto dado por perdido en el marco laboral de este país, para
escapar de esa pobreza impuesta que, como dice la historiadora María Elvira
Roca Barea en su libro Imperiofobia y
leyenda negra, condena a “dos generaciones de españoles, al menos, a
trabajar más y ganar menos que otros europeos para pagar un sobrecoste de
financiación cuyas causas carecen de explicación racional…” . Los trabajadores
españoles comienzan a exigir lo perdido. Ya era hora.
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