Entre ambos talantes, nadie en su sano juicio escogería al
candidato republicano cuya nominación primero ha abochornado a los sensatos,
luego ha asombrado a los incrédulos y finalmente ha atemorizado a todos
aquellos que adivinan el peligro que supone un presidente populista, demagogo,
engreído, ignorante y bocazas que se cree capaz de arreglar de un plumazo y con
medidas radicales todos los problemas a los que se enfrenta no sólo su país,
sino el mundo entero. Un candidato que es tachado de irresponsable porque ha
llegado a decir que estaría dispuesto a usar armas nucleares para combatir el
terrorismo y que cambiaría las leyes para permitir la tortura como forma de
obtener información de los terroristas. Y es que la carrera electoral de Donald
Trump ha estado dominada por los insultos, las mofas sobre los que disienten de
él y las provocaciones groseras a los que no le ríen las gracias: mujeres,
minorías raciales, intelectuales, el “establishment” político, su concepto de
política exterior, la élite económica y hasta los medios de comunicación y los
periodistas, a los que expulsa cada dos por tres de sus ruedas de prensa. Con
tal ilustrado bagaje, no es de extrañar que el mejor argumento que ha podido
encontrar para atacar a su contrincante Clinton sea el de compararla con el
mismísimo diablo. Fiel a su estilo, casi todas las manifestaciones del magnate
Trump son escandalosas, exageradas y pertenecen al género de los exabruptos. Todo
un personaje mediático que ha sabido captar la atención y la confianza de
amplios sectores de la población, en los que reina el descontento por los problemas
económicos y sociales y por las expectativas de primacía global de su país, hasta
auparle a disputar la presidencia a una ortodoxa de la política norteamericana
como es Hillary Clinton.
Por su parte, Hillary Clinton es la segunda vez que intenta
conquistar la presidencia de Estados Unidos. Ya en 2008 compitió y perdió en
primarias frente a Barack Obama, quien sin embargo la rescató como Secretaria
de Estado de su Gobierno. Esta licenciada en Derecho, que cursó estudios en
Yale y Cambridge y fue catalogada entre las 100 mejores abogadas más
influyentes en los años 1975
a 1991, tiene un amplio historial de activista y
ambición política que se visualiza en su carácter: fría, antipática y dura.
Como esposa del expresidente Bill Clinton, ha estado vinculada a la política
desde que su marido era gobernador de Arkansas en la década de los setenta del
siglo pasado, cuando ya dirigió una comisión especial sobre la reforma
sanitaria, asunto que volvió a impulsar infructuosamente desde la Casa Blanca. Esa “sensibilidad”
social queda de nuevo de manifiesto en su programa electoral al propugnar un
salario mínimo a los trabajadores, abolir la pena de muerte y apoyar las
medidas migratorias impulsadas por Obama y que tanto “escuecen” a su
contrincante Trump. Ella es la candidata que más se ha preocupado por la
situación de las mujeres y los inmigrantes, prometiendo políticas que respalden
sus derechos y corrijan las desigualdades que aun padecen. También es
partidaria de regular el mercado financiero y de instaurar medidas que eviten
los desafueros que acaban transformándose en crisis económicas que pagan
finalmente quienes no tienen culpa. Y en política exterior, con la visión de
primera mano que le confiere su paso por la Secretaría de Estado,
parece dispuesta a recurrir más a la acción que a la negociación siempre que
ello sea ineludible, se muestra favorable a combatir el ISIS con fuerzas
regionales antes que con tropas norteamericanas y apoya la solución negociada
entre Israel y Palestina en conformidad con las resoluciones de la ONU.
La comparación de sus programas electorales evidencia las
enormes discrepancias que caracterizan dos visiones opuestas de la realidad y
de los proyectos con que pretenden abordarla sus candidatos. El magnate Trump
confía en su experiencia empresarial, nula en política, para dirigir la nación
y encarar los problemas a que se enfrenta, apelando a un patrioterismo ramplón de
medidas extremas, como levantar un muro en la frontera con México para evitar la
inmigración irregular, y a la fuerza, con tortura incluida, para combatir el
terrorismo, como si este fuera un enemigo visible al otro lado de la trinchera.
Frente a él se sitúa la exsenadora Clinton, que promete dar prioridad a la
recuperación económica, sobre todo de los sectores más desfavorecidos, y
potenciar desde el gobierno valores que estima duraderos, como la libertad, la
igualdad, la justicia y la oportunidad.
Es desde el punto de vista de sus ideas, talantes y
propuestas que la comparación entre la candidata demócrata Hillary Clinton y el
candidato republicano Donald Trump parece la misma que entre la bella y la
bestia. Son como la noche y el día, no sólo en lo físico o estético, sino en lo
ideológico y ético. Confiemos que la sensatez, la racionalidad y el sentido común
guíen a los votantes que elegirán al próximo presidente de USA. Nunca nos hemos
jugado tanto en unas elecciones presidenciales norteamericanas.
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