No obstante, es impensable a estas alturas un conflicto
armado en el viejo solar europeo, ni tampoco una guerra civil en la desdichada
Ucrania por un estatus, el de ingreso en la UE , que no garantiza ni la prosperidad, ni el
progreso, ni gobiernos escrupulosos con las libertades y los derechos. No hay
más que ver lo que se hace en Ceuta para comprobarlo o cómo se empobrece a los
ciudadanos por orden de acreedores continentales e internacionales. Antes al
contrario, significará supeditarse a unas consignas de mercado que desprecian
las necesidades sociales. Esta ampliación del mercado permitirá, de inmediato, la
oferta de una mano de obra barata que puede desubicar industrias, pero no traerá
consigo el enriquecimiento de la población de forma automática. De ahí las frustraciones y el escepticismo que genera Europa en sus propios ciudadanos.
Y eso en el caso de que Rusia permitiera, sin mayores
costes, que su querida “Rusia la chica” sea arrancada de su regazo. Si se
conformara con conservar Crimea, el problema se habría resuelto sin
traumatismos exagerados y con cierto sentido común, pues daría satisfacción a
una población que se halla dividida en sus simpatías. Los prorrusos de Crimea no
se verían abandonados a una suerte decidida por los prooccidentales de Ucrania.
Ni estos últimos a la voluntad soviética de restituir el imperio de la añorada
superpotencia mundial.
Europa está en su derecho de hacer coincidir la geografía física
con el modelo político de unión continental, pero está condicionada por una
historia atomizada que enfrenta a sus propias regiones y naciones. Sin siquiera una unión
fiscal, ni un verdadero banco central o un aparato defensivo propio, lo único
que ofrece es un mercado común, una moneda y unas cuantas normas que se transponen
a las legislaciones nacionales. En ese escenario, lo que aguarda a Ucrania es sustituir
sus dirigentes corruptos por voraces tiburones que abren sus fauces ante los
nuevos nichos de negocio que despiertan su apetito. ¡Ojalá ande yo equivocado!
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