Hay un refrán que asegura que cuánto más se le da a los
hijos, menos lo aprecian. No sólo juguetes, sino también ropa, accesorios
domésticos, dinero, libertades y hasta agasajos y carantoñas. Es fácil sucumbir
a la felicidad que exteriorizan abiertamente entregándoles cuánto desean o se
les antoja, olvidando la responsabilidad que como padres nos corresponde de
demandarles también disciplina, obediencia, respeto y esfuerzo, exigencias
imprescindibles para que la educación se convierta en un valor que les
posibilite ese futuro que de tan lejano no logran atisbar ni interesar.
Con todo, ni siquiera con una actitud así podremos
garantizarles un porvenir halagüeño, pero al menos los habremos preparado para
las dificultades a las que tendrán que enfrentarse tarde o temprano, sin que
confíen ingenuamente en que todo les vendrá rodado con sólo desearlo. En
cualquier caso, nunca tendremos la certeza de haber cumplido con ellos como hubiera
sido lo adecuado, lo que no nos exime del deber de intentarlo permanentemente,
aunque a veces sean descorazonadores los resultados.
Viene esto a cuento por un hecho que, aunque pertenezca al
mundo de la farándula, no deja de indicar un problema que afecta a familias que
presuntamente están en mejores condiciones de proporcionar a sus hijos una
educación esmerada y un ambiente que facilite su formación sin impedimentos
materiales. Me refiero al hijo de un extorero, que fue puesto en libertad provisional
hace unos días, tras haber permanecido encarcelado durante cuatro meses, por
agredir y robar a otro joven a la salida de un club de alterne en las afueras
de Sevilla.
Debe resultar tremendamente horrible descubrir que un hijo
ha tomado el camino equivocado tras los desvelos por protegerlo entre
algodones. Un hijo descarriado representa un fracaso por partida doble: para el
hijo y para sus padres, en tanto en cuanto el primero no satisface las
expectativas depositadas en él para que supere las condiciones de origen y,
para los segundos, porque asumen como una frustración no haber sabido conducirlos
hacia ese horizonte de emancipación en el que se presumía hallarían la
prosperidad y la felicidad.
Nunca es fácil enseñar a un hijo ser adulto. Como tampoco
existe ningún libro que enseñe ser padres ni ningún manual que garantice el éxito
de la tarea. El futuro que les prometemos es tan indeterminado como esquivo,
máxime si aspiramos a preverlo desde que los alimentábamos con biberones en la
cuna. Sólo encontramos la obligación de intentarlo y la responsabilidad de no renunciar
al empeño, siendo conscientes de que los hijos comienzan a moldearse en el seno
de la familia, donde se empapan de las actitudes y las conductas de sus padres.
Es el seno de la familia el escaparate donde descubren y adquieren los valores
que más tarde podrán conformar su personalidad. Una personalidad que, cuando se
manifieste sin restricciones el día de mañana, reflejará –a veces, de forma
sutil, y otras, grosera- los modelos en los que se ha fijado para
formarse.
De ahí que, al conocer la noticia por los periódicos, me
asaltara la sensación de que algo ha debido fallar en la estructura familiar
del torero cuando su hijo, en edad de estar fraguando su autonomía personal a
través de la educación, abandonaba en libertad provisional la cárcel casi
simultáneamente en que su padre debía ingresar en ella por cometer otro delito
contra terceros. Independientemente de las causas que conducen a uno y otro al
mismo destino, no deja de extrañar una conducta tan parecida en ambos. No se
colige necesariamente de ello que “de tal palo, tal astilla”, pues no es
automático seguir los patrones conductuales en los que se ha estado inmerso y
criado. Pero, indudablemente, influyen en no poca medida en los esquemas de
valores que determinarán los criterios a la hora de conducirnos como adultos en
la vida.
Algo, pues, está fallando en nuestra sociedad que facilita la
quiebra en las familias de los resortes que las mantenían unidas en beneficio
del desarrollo y el progreso de sus miembros. La moralidad, la decencia, la
honradez, la seriedad, el respeto y la responsabilidad que debían transmitirse
desde el hogar por emulación de las conductas de las personas más cercanas y
asequibles, como son los padres y otros familiares, son sustituidos por un
materialismo egoísta y un consumismo hedonista que son incompatibles con aquellos
principios tachados de poco prácticos para la vida “moderna”. Es, precisamente,
en lo que convergen la excesiva tolerancia de los padres respecto a la
disciplina de los hijos y un modelo social que prima las leyes del mercado. ¿Cuántos
hijos han dejado de estudiar para dedicarse a otras actividades más lucrativas que
no les exigía tanto esfuerzo? Pues esa ceguera es la que estamos dejando en
herencia y de la que derivan consecuencias que se convierten en noticias de los
medios de comunicación. Todo un síntoma.
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