Es lo que se está haciendo en estos momentos inmediatos a su
muerte con Adolfo Suárez, el primer presidente de Gobierno de la democracia en
España. Su mérito: tener olfato político, para desde una dictadura transitar
hacia un régimen democrático, y sentido común. Es decir, ser práctico y sensato
para comprender que, tras la muerte del dictador Francisco Franco en la cama,
el país tenía que evolucionar de la manera menos traumática posible hacia la
“normalidad” política en la que se hallaban los demás países de nuestro
entorno. ¿Qué otra cosa podía hacer?
No es restarle méritos a la afortunada empresa que supo
dirigir para que la democracia y las libertades se asentaran entre nosotros,
pero se sobrevalora a Adolfo Suárez después de muerto con la misma intensidad con
la que se le expulsara de la política por falta de apoyos y votos. El centro
político que logró configurar en torno a su figura y sus partidos (UCD y CDS) le
fue arrebatado tanto por la derecha de aquella Alianza Popular de los “Fraga
boys” como por la izquierda de Felipe González, ambos adversarios
inmisericordes con aquel advenedizo demócrata surgido del franquismo más
genuino, el que vestía camisa azul y llegaría ser Secretario General del
Movimiento y director de una TVE en la que existía la censura.
Hoy se forja el mito de un político que, aparte de nadar en
la dictadura y guardar la ropa en democracia, fue ante todo honrado. No renegó
de su pasado y se dedicó a planificar un futuro que debía venir acompañado forzosamente
de democracia, para respetar la voluntad inequívoca y plural de la sociedad de la
época, imposible de amordazar por más tiempo. Es indudable que fue uno de los
artífices principales de la famosa Transición española de la dictadura a la
democracia. Podía prometer y prometía a los ciudadanos tesón, coraje y
prudencia para conseguirlo, partiendo de la legalidad existente para construir
otra legalidad constitucional, moderna y democrática. Y supo lograrlo gracias
al consenso al que todos los actores de aquel “experimento” se entregaron para
evitar “males mayores”, pero sin poder silenciar completamente el “ruido de
sables” que provenía de algunos cuarteles.
Suárez era listo y pragmático. Había que pactar para alcanzar el acuerdo de convivencia en democracia y libertades que él supo labrar, estando a la altura de las circunstancias de lo que
Y como tantos otros que lucharon incluso con más sacrificios
por estos ideales, pronto fue superado por una dinámica que les arrasaría. Adolfo
Suárez recibiría la misma recompensa que, a nivel periodístico, consiguiera la
revista Cuadernos para el Diálogo:
tras empeñarse en convocar la democracia, ésta los arrolla y los relega al
olvido. Fue cuando, aparte de ser práctico y sensato para afrontar el devenir
político de este país, demostró también ser honrado y honesto. E hizo aquello
que no es común ni en los políticos de antes ni los de ahora: dimitir cuando se
sintió abandonado por todos, a pesar de haber vivido toda su vida de la
política. Todos, los suyos y los oponentes, se apartaron de él y le dejaron
languidecer entre traiciones de sus correligionarios y la desafección de sus
votantes.
Hoy todos agradecen a Adolfo Suárez su trabajo y lloran su
pérdida, sin acordarse de que empezaron a perderlo tras el batacazo electoral
de 1982, cuando cuatro millones de sus votantes prefirieron otras opciones. Más
que un ser providencial, fue un político cabal y sagaz, sensato y honesto.
Nunca lo voté, pero hoy tampoco lo santificaría. Simplemente, entre la
mediocridad y ruindad que caracteriza a los políticos actuales, el primer
presidente de la democracia emerge como una figura íntegra que no engañó a los
ciudadanos. De resultado de ese contraste, es imposible no rendir culto al difunto. No es
para menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario