Con todo, no seré yo quién se rasgue las vestiduras por las discrepancias que genera la fiesta de los toros en nuestro país. Asuntos más importantes sacuden la convivencia en España, más lacerantes que las corridas de toros, como son la pobreza que se extiende entre amplias capas de la población, el aumento de las desigualdades y un paro que deja a muchos trabajadores y sus respectivas familias a las puertas de la miseria y la exclusión social. Sin embargo, cuestiono las formas simplistas y faltonas con que se expresan y disienten “comunicadores” con fama, que no prestigio, en este país. No se corresponden con la supuesta “calidad” que aseguran atesorar ni con el nivel educativo que se les podría exigir. Más bien exhiben un estilo barriobajero propio de taberna de polígono de extrarradio. Quizá sea lo que buscan al considerar que es lo que demandan y con lo que se identifican sus seguidores. Allá ellos.
Pero, como digo, sin estar de acuerdo con la tauromaquia,
hay que aceptar que se trata de una actividad relacionada con una
característica cultural hispánica que, en vez de intentar sectariamente
eliminarla de nuestro acervo, podría reconducirse hacia una práctica menos
cruel y morbosa del sacrificio de un animal. No se inventaría nada nuevo: sólo adaptar
su ejecución a los parámetros que los tiempos imponen para evitar el sadismo innecesario
con cualquier ser vivo, ya sea por imperativos alimentarios (en mataderos) o de
ocio (la caza, las corridas de toros, etc.). Tal es la razón por la que se
castiga el maltrato en caballos, perros o cualquier otro animal de compañía o
labor. Con los toros bravos debería ser igual. En otros países, como Portugal,
Francia y algunos de Sudamérica, se celebran fiestas de toros en las que no se
mata al animal, sino que se devuelve vivo al corral tras la lidia. Es posible
–y deseable- que una discusión serena y profunda del asunto, entre defensores y
antagonistas de la fiesta taurina, pero con personas con mucha más preparación y
ecuanimidad que las aludidas anteriormente, podría servir para encauzar la
problemática taurina por los derroteros del civismo y el mutuo respeto, y en la
que podrían participar el Estado, que ha de regular tal expresión cultural, y
los agentes sociales y económicos (ganadería, hostelería, turismo, etc.)
concernidos. Todo, menos ensartarse en insultos ordinarios, por muy rentables
que sean para sus protagonistas.
El salvajismo y la violencia hay que erradicarlos de
cualquier espectáculo, incluido el mediático. Ni la tauromaquia vería mermar su
atractivo si se suprimiesen de ella el sufrimiento y la muerte innecesarios del
animal, dejando exclusivamente espacio para el lucimiento de la habilidad del
torero frente a la nobleza e instinto del toro, ni el periodismo perdería
“mercado” si se extirpase de él el recurso fácil, pero letal para su verdadera
función informativa, del amarillismo, la maledicencia, la superficialidad y el afán
por la espectacularidad. Ambas actividades requieren profesionales cualificados
que, por lo que se ve, es su mayor problema. Tal vez sea éste el “quid” de la
cuestión: toreros que se limiten a torear y no a masacrar a un animal, y periodistas
que se circunscriban diligentemente a aportar información veraz, y no opinión
tendenciosa, para que los ciudadanos se formen su propio criterio. A lo mejor
es mucho pedir.
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