El año de la recuperación, de las cifras boyantes en comercios y hoteles, del cambio de tendencia en la creación de empleo, de la vuelta a la venta masiva de automóviles, de una ligera subida en el precio de la vivienda, del incremento imperceptible (0,25 %) en las pensiones y en los sueldos de los trabajadores (1 %), el año, a pesar de la proliferación electoral, de una oportuna reactivación de la economía, este año tan positivo en tantas magnitudes arranca con la denominada cuesta de enero, el mes en que suele deshacerse el espejismo de un fútil optimismo en los datos macroeconómicos y en el que la percepción de la precariedad y las dificultades vuelve a impregnar la cruda realidad que nos rodea.
Es entonces cuando descubrimos que empleos temporales,
condiciones laborales precarias y salarios también precarios caracterizan un trabajo
igualmente precario que, ni así, es capaz de generar empleo sostenido para
aliviar a los millones de desempleados que la crisis y los recortes del actual
Gobierno se han llevado por delante. Un trabajo, además de precario, barato que, de hecho, ha permitido pagar 40.000 millones de
euros menos en remuneraciones salariales que se traducen en beneficios para las
empresas y se atribuyen a una supuesta estimulación del negocio. Así, aumentan las ganancias gracias a unos menores costes laborales. Hasta las cifras del paro lo demuestran, aunque para ello se haya que "elaborar" las estadísticas. De esta manera
resultan indiscutibles, pero no convincentes: hay menos parados registrados en las oficinas de empleo
porque más de la mitad de ellos han perdido cualquier tipo de prestación y toda
esperanza de encontrar algún trabajo. Sin ayudas y sin empleo, dejan de ser
solicitantes que aligeran las estadísticas oficiales y alimentan la euforia de
los que venden el humo de la recuperación.
Una recuperación que, en este año recién estrenado, tampoco
servirá para controlar el déficit público, ese por el que se han hecho todos
los ajustes estructurales y todos los recortes de gasto sin poder evitar que
alcance el 100 por ciento del PIB, a pesar de los vientos favorables que soplan
del Banco Central Europeo (BCE), que compra (financia) deuda soberana, y de los precios del
petróleo, que se han desplomado hasta niveles insospechados sin que tengan fiel
reflejo en el precio de los carburantes, que no bajan en idéntica
proporción. Tras la "poda" en educación, sanidad y dependencia, del tijeretazo en
el importe de las becas, del saqueo en más de 30.000 millones de euros de la
“hucha” de las pensiones, de la subida de impuestos, de los copagos y repagos
en determinadas prestaciones y servicios, 2016 nos obligará a escalar una
"cuesta" de nuevos recortes por importe de otros 20.000 millones que nos impone Bruselas para cumplir con lo pactado con el déficit. No se sabe
qué partidas sufrirán otra disminución de sus mermadas cuantías, ni qué
gobierno deberá responsabilizarse de ello, si es que se continúan implementando
medidas de tan discutibles efectos.
Si en el mejor contexto postcrisis (gracias al BCE y
el petróleo) la actividad económica de España sólo ha podido crear precariedad
laboral, salarios indignos, desasistencia social y un enorme agujero en el
sistema de pensiones, el año que nos aguarda promete ser particularmente empinado. Porque vender
esta “recuperación” como la mejor gestión posible es dejar en la cuneta a
quienes la están soportando con empobrecimiento y siendo víctimas de desigualdades,
abandonados a su suerte en nombre de los mercados. Y es que una recuperación
que sólo beneficia a unos pocos es, en realidad, una falsa recuperación y, peor
aún, una injusticia económica, social y moral de la que nadie, honestamente,
puede vanagloriarse. No hay duda de que nos enfrentamos a los primeros peldaños de la
cuesta de la recuperación, en los que la mayoría de la población se dejará el
aliento sin saber siquiera si conseguirá coronar la cima. Es lo que tiene este mes: acaban las fiestas y los contratos temporales.
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