También es fácil enumerar, si no se es ecuánime, los motivos
de la decepción de la gente con los socialistas. Pero ninguna de las causas que
cualquiera pudiera citar justifica el severo castigo que recibe esta formación
por parte de la ciudadanía, teniendo en cuenta que ninguna de ellas es extraña
a otras formaciones que, al parecer, gozan de mayor indulgencia. No se trata
del “y tú más” ni del “mal de muchos consuelo de tontos” lo que deseamos
destacar, sino que idénticas conductas provocan reacciones distintas, según
quién las practique. Me explico.
La corrupción, por ejemplo, es el primer y más grave problema
que causa desafección en los votantes socialistas. Se trata de un mal
transversal que afecta a la mayoría de los partidos, especialmente cuando
asumen responsabilidades de gobierno en cualquier Administración (estatal, autonómica o local).
Y viene de antiguo. Desde que asumió el poder por primera vez, en el año 1982,
el PSOE se ha visto salpicado por múltiples escándalos de corrupción que han
creado malestar entre los votantes y simpatizantes hasta el extremo de dejar de
votarlo. Los Filesa, Roldán, Juan Guerra y,
en los últimos tiempos, los ERE de
Andalucía y las ayudas a la formación son
casos que, en mayor o menor medida, han dilapidado la confianza que los
socialistas despertaron entre los ciudadanos. Nunca supieron distinguir que, ante
la más mínima sospecha de irregularidad y, desde luego, en todos y cada uno de
los casos de imputación judicial, es preferible defender los intereses de las
instituciones que la presunción de inocencia de los implicados. Mantenerlos en
el cargo hasta dilucidar las acusaciones ha generado esa desconfianza que, a la
postre, se ha traducido en abandono de un proyecto que había entusiasmado a
millones de españoles, deseosos por conseguir una sociedad más justa,
igualitaria y en constante progreso. Esa actitud ingenua de dar credibilidad al
compañero investigado ha acarreado la pérdida de apoyo popular y de millones de
votos de forma imparable.
Sin embargo, los fenómenos de corrupción también afectan, en
mayor medida, si cabe, al partido en el Gobierno sin que por ello pierda el
apoyo mayoritario de la población, aunque sí la mayoría absoluta de que gozaba en
el Congreso. Abusos, enriquecimiento personal, financiación ilegal, sobres con
sobresueldo y donativos por concesiones de obras o servicios públicos son
algunos de chanchullos que se descubren tras los casos del Lino, Naseiro, Gürtel,
Bárcenas, Fabra, Palma Arena, Brugel, Tarjetas Black y otros, sin que
electoralmente hayan tenido repercusión en el voto, hasta hoy. Tal parece que
los ciudadanos toleran como intrínseca la corrupción que comete la derecha
política pero hacen asco de la que afecta a partidos de izquierdas, siendo
ambas, por igual, una enfermedad que perjudica la salud de nuestra democracia y
deteriora la relación y la confianza de los ciudadanos en sus representantes.
No obstante, no parece que sea la lacra de la corrupción,
tan generalizada en los partidos políticos, lo que motiva esa hemorragia de
votos que “anemiza” la simpatía social en los socialistas, un distanciamiento
que se agudiza con la aparición de la crisis económica y tras la absurda decisión del entonces
presidente del Gobierno socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, de negar lo
evidente y minusvalorar la incidencia de ésta en la economía española.
Arrollado por la envergadura de la crisis, no tuvo más remedio que, al final,
reconocer su error y adoptar unas duras medidas, a instancias de Bruselas y de los
mercados, para corregir el déficit, mediante recortes en el gasto social, que
eran diametralmente contrarias a su política e incumplían su programa electoral.
No se correspondían con la respuesta esperable a su ideología socialdemócrata.
Si aquella táctica inicial de ocultar la realidad resultó fallida, sus
consecuencias fueron letales para el PSOE, que desde entonces no levanta
cabeza.
Aquel recorte del PSOE supuso el inicio de una poda del
Estado de Bienestar que, con el PP en el Gobierno, se ha acentuado hasta dejar
sólo el tronco pelado de las estructuras asistenciales públicas. Cortar cuántas
ramas fueran posibles del árbol del Bienestar se ha llevado a cabo con el único
propósito de reducir miles de millones de euros en lo que los mercados
consideran gasto improductivo, el gasto social. Así, si uno recortó en un 5 por
ciento el sueldo de los funcionarios, otro lleva años congelándolo; si uno
congeló las pensiones en 2011, otro utiliza el subterfugio de un incremento
inapreciable para continuar, en la práctica, congelándolas indefinidamente; si
uno redujo las inversiones públicas, otro recortó en educación, sanidad,
dependencia, introdujo copagos y repagos y dejó sin prestaciones sanitarias a
los inmigrantes; si uno eliminó el cheque-bebé, otro rebajó cuantía y duración
de las ayudas por desempleo, abarató el despido, rebajó las becas y aumentó el
IVA, un impuesto que han de pagar tanto el rico como el pobre, de forma
indiscriminada. Es decir, ambos Gobiernos, a la hora de enfrentarse a la crisis
económica, actuaron según la ortodoxia capitalista de estimular la economía
contrayendo el gasto y favoreciendo al capital, conforme demandaban las
autoridades de Bruselas, Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial.
Y, una vez más, fueron los socialistas los que cargaron con
los estigmas de una situación –la crisis financiera originada por la avaricia
de bancos y agencias de calificación de Estados Unidos- de la que no eran
responsables y por unas iniciativas inoportunas pero necesarias que han sido mantenidas
y profundizadas por los conservadores, quienes no han tenido empacho en
intentar exculparse con la apelación a la “herencia recibida” cuando se han
dedicado a aplicar con denuedo lo que, en todo caso, era consustancial a su
programa económico e ideológico, independientemente de la existencia de una
crisis o no. Tal ha sido el éxito de la invectiva que los ciudadanos han
acabado convencidos de que la destrucción de empleo, rescatar a los bancos, las
dificultades de financiación de las empresas y todos los ajustes y recortes
acometidos para reducir el gasto social se debían a la gestión del Gobierno
socialista, cuando ambos, socialistas y conservadores, actuaron frente a la
crisis siguiendo escrupulosamente la misma pauta: la recomendada por los
mercados.
Es, precisamente, la gestión de la crisis y el
incumplimiento del programa socialista, desde aquel mayo de 2010, lo que más
daño ha ocasionado al PSOE. A partir de entonces, declina el favor de los
ciudadanos hacia un partido que, con más de 130 años de historia, ha
contribuido casi en solitario a la modernización y el progreso de España, hasta
situarla al mismo nivel que otras democracias de nuestro entorno. A lo mejor, una
actuación política coherente con la ideología y una sincera pedagogía en
explicar las presiones y exigencias de los poderes económicos mundiales, tal
vez habrían ayudado a mantener la fidelidad de los votantes y simpatizantes
socialistas. De ahí que, haciendo un inútil ejercicio de elucubración
contrafáctica, si Zapatero se hubiera negado a seguir los dictados de Merkel,
Obama y FMI y hubiera dimitido, tal vez hoy ningún partido emergente le estaría
arrebatando su bandera socialdemócrata y su electorado, empujándolo a la
irrelevancia mediante promesas populistas y reproduciendo su programa, al que
añade propuestas radicales de imposible cumplimiento, pero sumamente atractivas
para el confiado y crédulo votante.
Además de la corrupción y la dejadez ideológica, el PSOE
acusa el hastío de sus seguidores por las batallitas taifas que libran sus
barones por el control del aparato y la capacidad de influencia en la orientación
estratégica y programática que habrá de seguir, tras cada Congreso federal, el
partido. Las diferencias entre Susana Díaz y Pedro Sánchez ponen de relieve la
debilidad y la fragmentación de un proyecto político que se suponía sólido e
indiscutible. Tales diputas por el liderazgo y las discrepancias entre
comunidades por asegurar pactos de gobernabilidad (cuestionados por unos y
otros), junto a la defensa egoísta de diferencias insolidarias (por motivos identitarios,
financiación diferenciada, recursos naturales, etc.), hacen que se recele de
una formación, con organización federal, en la que la igualdad de todos los
ciudadanos, independientemente de cualquier condición, era uno de sus originales
objetivos prioritarios.
Los votantes dan la espalda al PSOE por sus incongruencias y
las traiciones que ha cometido contra su propio ideario, más que por los
escándalos de corrupción, aunque éstos tengan un peso elevado en la frustración
que la política infunde en la gente. No son los ciudadanos los que han variado,
sino el mensaje y la actuación de los socialistas. Los ideales fundacionales, puestos
en solfa por unas amenazas de un mundo seducido por la lógica dominante del
mercado, siguen constituyendo el anhelo de votantes y simpatizantes
decepcionados por un socialismo cautivo de sus propias debilidades y renuncias,
hasta el punto de ser sustituido por las renovadas ofertas de actores
emergentes, vírgenes aún de estos pecados propiciados por un pragmatismo indecente, capaz de asegurar que, no
importaba gato blanco o negro, si cazaba ratones, es decir, si posibilitaba el acceso
al poder.
Aunque la socialdemocracia nunca ha sido contraria al
capitalismo, sino reformista de sus aristas más inhumanas, sus postulados han
sido barridos por la idolatría a la riqueza y el dinero. Han sido laminados por
la globalización neoliberal y los ha vuelto insensibles a los costes humanos que
acarrea un falso bienestar económico promovido por un mercado que impone sus
reglas y condiciones. Los socialistas han claudicado de la utopía. Por
contentarse con lo posible y renunciar a lo imposible han fallado a los que
confiaban en que otro mundo era posible, sin oprimidos y sin explotadores. Han
dado sobrados motivos para esa pérdida incontenible del apoyo mayoritario de la
población.
Recuperar dicha confianza será una tarea ardua y larga,
aunque no imposible. Ello supondrá refundarse, plantearse de nuevo las
cuestiones de siempre y volver a ofrecer respuestas a los sin voz, los
oprimidos y a cuántos se quedan en la orilla sin ayudas, sin recursos, sin consuelo.
Tendrá que demostrar que sigue persiguiendo sus eternos ideales de justicia,
tolerancia, igualdad y libertad, desde la honestidad, la trasparencia y la
ejemplaridad, para corregir los desmanes de un sistema globalizado de economía
de mercado. No le queda otra si no quiere que los ciudadanos continúen dándole
la espalda.
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