España tuvo un nefasto protagonismo en el combate contra
esta enfermedad al evacuar a Madrid a los dos misioneros españoles contagiados por
ella y posibilitar, de esta manera, que una enfermera auxiliar se convirtiera
en la primera persona diagnosticada por ébola fuera de África. Una cadena de
inverosímiles y absurdas actuaciones expusieron a nuestro país al peligro de
una enfermedad mortal que había causado más de 28.000 casos de infección y
provocado la muerte de cerca de 12.000 personas en África. Aunque se sabía que
el virus del ébola era muy infectivo y con una alta tasa de mortalidad, la
respuesta internacional fue tardía, escasa y lenta, y la española, incongruente
y chapucera, hasta que se produjeron los primeros casos de contagio entre el personal
voluntario desplazado a la zona. Se trataba de
un problema ajeno, distinto y distante hasta que saltó a España, Estados
Unidos, Reino Unido y otros países alejados del foco principal. Entonces, generó
preocupación y ocupó el interés de los medios de comunicación.
Mientras otros países aportaban con cuentagotas equipos
médicos (medicinas, hospitales, depuradoras, personal sanitario, etc.), movidos
fundamentalmente por organizaciones no gubernamentales -como Médicos Sin Fronteras,
Médicos del Mundo, etc.-, de España partían curas y misioneros junto a una insuficiente
ayuda estatal contra el virus. Si, en la antigüedad, cualquier aventura
colonial española, aparte de las riquezas, se justificaba por la conversión de
los nativos al catolicismo, lo que nos convertía en martillo de herejes, en la
actualidad, al parecer, seguimos obedeciendo las mismas obsesiones. Desde
nuestros reyes emperadores hasta hoy, las creencias han prevalecido a la razón y
el conocimiento en todos los ámbitos de nuestra sociedad, desde la educación a
la política y de la cultura a las costumbres. Es por ello que, todavía hoy, se
implanta la asignatura de religión en la enseñanza en vez de facilitar recursos
a la ciencia y la investigación. También, que sea “natural” a
nuestro paisaje la existencia de más iglesias o parroquias que bibliotecas o escuelas.
Incluso, que sea el Estado quien se haga cargo de las remuneraciones de curas y
de esos profesores de religión aunque, en paralelo, ese mismo Estado aplique recortes presupuestarios
en educación, sanidad, enseñanza universitaria, becas, dependencia y otras
prestaciones y servicios públicos. Las preferencias gubernamentales son claras y siguen un
patrón histórico. Y así nos va.
Se estaba desmantelando en Madrid el único hospital especializado
en enfermedades infecciosas emergentes cuando se produjo el contagio de los
misioneros que daban consuelo a los enfermos de ébola en África. Y en vez de
enviar equipos y recursos, dando una respuesta rápida al problema para romper
los círculos de contagio del foco allí existente, se destina una partida
extraordinaria de fondos para, en un despliegue sin precedentes, traer a España
en avión medicalizado al cura infectado y volver a habilitar urgentemente el
hospital que se había desmontado para poder tratarlo con la máxima seguridad. Con
todo, el tratamiento político de la crisis pasará a la historia de las
vergüenzas nacionales, con consejeros de sanidad que pretendieron hacer recaer la
responsabilidad en la víctima contagiada y una ministra que tuvo que ser
apartada de las ruedas de prensa para evitar que hiciera más el ridículo.
Pero de algo ha servido. Esta epidemia ha demostrado al
mundo entero que resulta más económico y eficaz fortalecer los sistemas
sanitarios de los países afectados que tratar de paliar cualquier epidemia de
manera específica y expatriar a los cooperantes contagiados. Hay que reforzar
la vigilancia y los controles sobre estas enfermedades emergentes, aunque no
nos afecten directamente, porque pueden convertirse en pandemias de una mortalidad
elevada. De hecho, según Félix Hoyo, responsable de Operaciones internacionales
de Médicos del Mundo, “la mortalidad sobreañadida por otras enfermedades es
todavía mayor que las víctimas del propio ébola”.
Desgraciadamente, el ébola ha puesto en evidencia que, hasta que
no hay una amenaza a nuestras sociedades, no se acometen los esfuerzos necesarios ni se
potencia la investigación para combatir ninguna enfermedad. Más aún, a pesar de que
había matado a miles de personas en África, no se avanzó en su conocimiento ni se extremaron los controles epidemiológicos hasta que no surgieron los primeros
casos de enfermos por ébola fuera de aquel continente. Esa dedicación tardía sobre la enfermedad es lo que ha permitido, ahora, contar ya con una vacuna de una efectividad cercana
al 100 por ciento.
También en nuestro país, el ébola ha tenido consecuencias
positivas. Nos ha hecho ver la necesidad de “salvar” al hospital referente en
investigación y tratamiento de enfermedades emergentes que se pensaba destinar
a otro cometido, según criterio de los responsables de nuestra sanidad, más
“rentable” o “sostenible”. Probablemente, ha evitado su privatización. Y ha obligado
actualizar todos los protocolos de actuación en estos casos de enfermedades
sumamente infecciosas y nos ha dotado de la experiencia y material
recomendables. Miles de “monos con capucha”, aptos para manipular a estos
pacientes sin correr riesgos de contagio, han quedado repartidos por diversos
hospitales del país, sin saber siquiera cómo conservarlos. Ya es algo.
Con todo, fieles a nuestro linaje histórico, seguimos mostrando
inclinación por las creencias que por la razón, y mantenemos intacta nuestra
tendencia a confiar más en la divina providencia que en el conocimiento
científico. Así, ante el anuncio de que la OMS ha erradicado la última epidemia de ébola del
mundo, sólo sabemos exclamar: ¡gracias a Dios!
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