La derecha política en España (que engloba a la derecha
económica y social) nunca ha renegado de su herencia franquista ni de sus
actitudes dogmáticas, aunque las haya camuflado en todas las ocasiones en que
ha creído oportuno aparentar ser civilizada. Cada vez que se ha visto apartada
del poder, recupera su verdadero rostro intransigente y sectario para
desprestigiar y descalificar al adversario, sin obviar la manipulación, la
mentira y cualquier otro método eficaz, pero poco leal y moral, de influir en
la opinión pública y ganarse la confianza de la ciudadanía. Son actitudes
recurrentes que la derecha española, desde la reinstauración de la democracia, ha
exhibido siempre que se siente agraviada con la pérdida del poder, es decir,
cada vez que ha tenido que pasar a la oposición. No tolera que la desalojen de
“su cortijo” al pensar que posee título de propiedad de la Nación y méritos exclusivos
para apropiarse de su bandera y arropar con ella su ideología.
Esa derecha autoritaria, máxime cuando una facción ultra se
ha desgajado de ella y se ha organizado de manera autónoma, intenta querer ser la
casa común del pensamiento conservador español, para atraer a esos hijastros
díscolos, con mensajes y comportamientos más propios de la vieja derecha
cavernícola y predemocrática, utilizando incluso las instituciones donde
gobierna para cuestionar o socavar la legitimidad y el prestigio de los encargados
por voluntad popular de dirigir el país. Y no duda, con tal fin, en hacer uso
de la ofensa personal y la falsedad, convencida de que extender la infamia y la
injuria sale rentable electoralmente, como ha sucedido otras veces.
La actual derecha política -pilotada hoy por un joven
sin más “galones” que una licenciatura obtenida en una universidad que expide títulos
a los cachorros de la élite dirigente, sin necesidad de asistir presencialmente
a clases, y con la única experiencia de haber sido el encargado de portar el
maletín al antiguo líder de la formación cuando resultó elegido presidente de
Gobierno-, vuelve a las andadas de la descalificación y la deslegitimación del adversario
en el poder. Sufre el sarpullido que le produce lo que califica de injusticia
histórica, no gobernar, al creerse la única capacitada de hacerlo. Y retoma los
añosos vicios descalificatorios y despreciativos.
Para esa derecha retrógrada, el actual Gobierno de España no
tiene la misma legitimidad que cualquier otro emanado por decisión del
Parlamento de la Nación, como establece la Constitución. Y percibe a sus
miembros como conjurados de una secta de izquierdistas, separatistas,
comunistas, filoterroristas y bolivarianos, epítetos con los que constantemente
califica al Ejecutivo con el propósito de impregnar un efecto goebbeliano
a sus mensajes para que puedan influir en la opinión pública. E incluso lo acusa de ser
una “dictadura” democrática por ejercer competencias previstas para situaciones
de emergencia que posibilitan el cumplimiento en todo el país de las medidas adoptadas
para afrontarla. Ese juego semántico con términos antitéticos y contradictorios,
usuales en la literatura (estruendoso silencio, calma tensa, lleno de vacío, etc.),
chirría en política porque revela la pretensión de camuflar la carencia de argumentos
sólidos que justifiquen tanta acritud y rechazo por la acción de gobierno. De hecho,
sólo manifiestan, cual marca de la casa, la actitud de reconquista emprendida
por la derecha, dispuesta a recuperar, a cualquier precio, el usufructo vitalicio
del poder, que cree merecer por derecho natural. Se trata de una derecha entregada
a comportarse como el perro del hortelano: que ni gobierna (porque no puede) ni
deja gobernar (porque asimila como usurpador a todo el que le arrebate el poder).
Cualquier asunto le es válido para confrontar con el
Gobierno. Y ningún tema le resulta meritorio para el consenso que precisa el interés
del Estado y el bien general. Ni siquiera una situación excepcional como la
emergencia sanitaria a escala global que representa la pandemia del Covid-19. Desde
las primeras iniciativas implementadas por el Gobierno, la derecha ha buscado
erosionar cuando no culpabilizar al Ejecutivo. Incluso ha llegado a responsabilizarlo
de presunta tardanza en actuar, cuando ningún otro partido -y menos el que hace
esta critica al Gobierno- hubiera decretado antes el estado de alarma, como
reconoce la catedrática de sociología e investigadora del CSIC, Ángeles Durán, en una entrevista reciente en El País. Al
contrario, la actitud de la derecha frente a la emergencia ha sido elocuente en
los países donde gobierna, como, por ejemplo, el Reino Unido, Estados Unidos de
América o Brasil, en los que ha pretendido restar importancia a la pandemia,
minusvalorar su gravedad, decretar a regañadientes el confinamiento de la
población y acelerar cuanto antes la desescalada, porque para ella lo
prioritario es la economía y no la salud pública. Y cuando se ha sentido obligada
a apoyar tales medidas en nuestro país, en esos primeros tiempos en que se contabilizaban
cerca de mil muertos diarios, lo ha hecho procurando el reproche ante la supuesta
ineficacia e irresponsabilidad del Gobierno por no prever lo que nadie había
previsto en ningún sitio: la aparición de una epidemia mundial. Y por no saber
gestionar ni disponer los recursos con los que combatirla y evitar su
propagación descontrolada por todo el país.
Resultan cínicas tales acusaciones de la derecha cuando esa
ideología ha sido la causante, con sus medidas neoliberales, del deterioro de
los servicios públicos esenciales, en especial de la precariedad de los
recursos humanos y materiales en la sanidad, y de la externalización al sector
privado de la gestión de hospitales y residencias de ancianos. Que estos
factores hayan favorecido en buena medida el agravamiento de las consecuencias
de la epidemia en Madrid, no parece que frenen la hipocresía de una derecha que
ignora la realidad cuando contraviene sus cálculos electoralistas y
expectativas partidistas. De ahí, también, su machacona insistencia -con igual
intención goebbeliana- en atribuir al Ejecutivo, al no prohibir la
manifestación del Día de la Mujer de marzo pasado, la aparición del foco
pandémico de Madrid, el más importante de los surgidos en España por número de
contagios y muertos, a pesar de la cuota de responsabilidad que le corresponde a
la derecha como formación que gobierna la región y su capital desde hace
décadas. Era para permanecer callada y brindar un apoyo incondicional a la
batalla gubernamental contra el virus. Por eso resulta incomprensible la
crispación que alimenta el gobierno regional, con la anuencia de la dirección
nacional del partido, incluso por cuestiones epidemiológicas decididas por un
comité de expertos. Un enfrentamiento rabioso que responde a esa estrategia de negar
toda colaboración y responsabilidad institucional. La derecha está empeñada en iniciar
la reconquista del Gobierno, sin preocuparle asuntos de máxima gravedad como la
actual emergencia sanitaria. Y se equivoca.
Pero mucho más grave es, aún, el cuestionamiento del sistema
democrático que practica la derecha para hacer distinción “cualitativa” de los
representantes de la soberanía popular que surgen de las urnas. Como si la
democracia fuera válida según los que salgan elegidos y los votos no tuvieran
el mismo valor democrático. Poner en solfa el sistema, como hace la derecha
para deslegitimar acuerdos parlamentarios, es alinearse con quienes denuestan la
democracia porque prefieren imponer sus criterios por vías menos deliberativas.
Tal actitud es sumamente peligrosa por cuanto este país, que ha padecido la
lacra del terrorismo, ha conseguido la hazaña cívica y moral, tras décadas de sufrimiento
e ímprobo esfuerzo, de convencer a los disconformes y radicales de que
cualquier ideal puede ser defendido legítimamente de manera pacífica y
democrática. Atraer los violentos a la democracia ha sido el triunfo de la
razón. Y se ha logrado gracias a una insoslayable defensa de la democracia y,
por supuesto, a la labor de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Sin
democracia no se hubiera podido derrotar al terrorismo.
Por tal motivo, causa estupor y verdadera
preocupación la banalización de la democracia que hace la derecha cuando niega legitimidad
y validez a pactos y acuerdos alcanzados entre las fuerzas parlamentarias, sospechando
e insinuando concesiones espurias y no aquellas que permite el ordenamiento
constitucional. Cada vez que esa derecha acusa al Ejecutivo de depender de los
votos de independentistas, comunistas y herederos del terrorismo lo que hace es
cuestionar el actual sistema democrático que ha proporcionado el mayor período
de estabilidad, paz y progreso en la historia a nuestro país. Y todo por réditos
electorales y cálculos partidistas para desprestigiar al adversario y reconquistar
el Gobierno. Pero no todo vale y alguna vez, si no quiere seguir fragmentándose,
deberá regirse de manera civilizada y con la responsabilidad que se le supone a
un partido con posibilidad de gobernar.
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