Más por suerte que por voluntad soberana de los votantes,
los españoles más vulnerables y débiles (entre los que incluyo a los
trabajadores, las amas de casa, las personas dependientes y la mayoría de los
jóvenes y los niños) pueden albergar motivos para una cierta esperanza en que
el Gobierno de España intentará defender y proteger los intereses generales
de la ciudadanía. Por suerte, el país está dirigido por un gobierno de
izquierda, nada radical, que conjugará, si no traiciona sus promesas, el interés
social con el económico, lo que significa que no doblegará el primero a las
exigencias del segundo, como hace y ha hecho siempre la derecha para satisfacer
intereses particulares muy poderosos.
Las clases más desfavorecidas, las primeras que son olvidadas
y que tienen que cargar con todos los sacrificios, tienen motivos para una
cierta confianza en que, en esta ocasión de emergencia sanitaria y crisis
económica, no serán dejadas de la mano de Dios por un Gobierno que, a los pocos
meses de su formación, ordenó una subida espectacular del Salario Mínimo Interprofesional, comenzó a compensar el salario de los empleados públicos
(profundamente devaluados por la anterior crisis financiera) y ha derogado el
despido de cualquier trabajador por causas médicas. Y que, enfrentado a la
crisis sanitaria, ha facilitado los ERTE (Expedientes de Regulación Temporal de
Empleos) por causa de fuerza mayor, que benefician tanto al trabajador (no
agotan su derecho al paro) como a las empresas (no asumen la carga empresarial
de la cotización), gracias a los cuales el trabajador no rompe su vinculación
laboral con la empresa durante el actual parón de la actividad económica
causado por la pandemia. Todas ellas son medidas de fuerte impacto para las
cuentas del país que el Ejecutivo adopta priorizando las necesidades sociales a
las estrictamente económicas, como se espera de un gobierno de izquierda, sin
por ello renunciar al sistema capitalista ni a la economía de mercado, por
mucho que la derecha lo acuse de actuar de manera radical y hasta
revolucionaria.
Comparado con la actuación del anterior gobierno conservador
durante la pasada crisis financiera, que practicó recortes drásticos en el
gasto social, redujo a su mínima expresión al Estado de Bienestar y soló ayudó
con el rescate europeo al sector financiero (los bancos) con préstamos a fondo
perdido, el actual gobierno parece más preocupado por que las clases
desfavorecidas no salgan perjudicadas por la emergencia sanitaria-económica. Ello
es motivo de cierta esperanza en que las cargas no golpeen otra vez a los
débiles y desafortunados de la sociedad, haciéndolos más pobres aún. Sus
medidas han sido oportunas, necesarias y sensibles socialmente, diametralmente
opuestas a las que tomaría un Ejecutivo preocupado exclusivamente por el
interés económico y mercantil.
Muchos de los aplaudieron por las tardes a los que se
enfrentaban “en primera línea” a la pandemia, exhibiendo así un agradecimiento público
a la abnegada actitud profesional de los sanitarios y otros colectivos, más por entretenimiento que
por verdadera empatía, fueron los mismos que apoyaron con su voto los recortes
en la sanidad y en el resto de prestaciones sociales como si fueran gastos
suntuarios. La ideología que considera elefantiásico al Estado y pugna por
“adelgazarlo”, es la misma a la que se adscriben los que ahora se indignan de que el
Gobierno no disponga de recursos materiales y humanos para afrontar la
emergencia sanitaria con mayor diligencia y eficacia. Los que ahora apoyan de manera
cómoda y nada comprometida (con aplausos) a los funcionarios públicos por su
entrega en condiciones de carestía, son los que anteriormente defendieron la
precariedad en sus condiciones y recursos. Los que privatizaron hospitales se
quejan de falta de camas de cuidados intensivos (uci), y los que externalizaron
servicios, porque eran más rentables prestados por la iniciativa privada, se
sorprenden de que las residencias de ancianos hayan sido focos de contagio que
diezmaron miles de vidas de nuestros mayores, a los que no se les permitió
acudir a los hospitales para no colapsar las escasas camas de uci. Es la
actitud cínica de los hipócritas que no son consecuentes con sus decisiones políticas.
Afortunadamente, por suerte más que por voluntad expresa,
existen motivos para una cierta esperanza de que las cosas no sean tan
insoportables para “los de siempre”, para los que dependen de los servicios
públicos, y de que se protejan también las necesidades sociales tanto como las
económicas. Hasta la derecha política, que no social, reclama ahora la
potenciación de la sanidad y las redes de auxilio público de la población (sumándose
incluso a la aprobación del ingreso mínimo vital), aunque sea por mera
estrategia electoral y con la boca pequeña. Hay actualmente la oportunidad, simplemente
coyuntural, de rediseñar y fortalecer la sanidad, la educación, las residencias
de la tercera edad y demás servicios y prestaciones públicos en función de las
necesidades de la población y no de su rentabilidad o sostenibilidad para las
arcas del Estado, dejando de lado ese “darwinismo” social al que aspira el
proyecto del neoliberalismo político-económico. Entre otros motivos, porque se
ha demostrado que sólo el Estado social, dotado con poderosas herramientas de
justicia y bienestar, es capaz de afrontar con éxito retos como los planteados
por una emergencia sanitaria de la magnitud de la que hemos vivido, aunque
todavía no la hayamos superado definitivamente.
Por eso queda una tímida esperanza de que, con un poco de
suerte, conscientes de la necesidad de una imprescindible solidaridad social, se
pueda invertir la tendencia que hace hegemónica la economía y subsidiaria a la
sociedad. Y que las deficiencias de este modelo social, a la hora de “socializar”
los costes cuando afronta crisis que son recurrentes, como la emergencia
sanitaria o la pasada recesión económica, no afecten con mayor dureza a los
estamentos más indefensos de la sociedad. Ya que, por fortuna, quienes hacen
posible que un gobierno así pueda emprender tamaña transformación son los
ciudadanos que en su mayor parte van a verse beneficiados de tales políticas: trabajadores,
mujeres en general, amas de casa, jubilados y pensionistas, personas
dependientes, jóvenes y niños. Y también, naturalmente, sus representantes
políticos donde reside la soberanía popular a la hora de pactar y llegar a
acuerdos que posibiliten disponer de leyes presupuestarias al efecto y del
tiempo y estabilidad requeridos para ejecutarlos. Si se contempla el futuro desde
la perspectiva que ha proporcionado la experiencia sufrida, la conclusión inevitable es la de fortalecer
el modelo social del Estado de Bienestar. Y para lograrlo sólo existe un camino:
el de apoyar a los partidos que lo defienden y no a los que intentan
debilitarlo en nombre de la economía y el mercado. Es decir, contar con un poco
de suerte y una cierta esperanza en no malograr tales expectativas.
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