Este verano, al calor de las vacaciones y con sobredosis de tiempo para divagar sobre lo divino y lo humano, nos ha dado con relacionar una serie de hechos que, de forma aislada, podríamos considerar como accidentes fortuitos o excepcionales, pero que, en su conjunto, denotan síntomas de un mal mucho más grave y generalizado: son signos patológicos de una sociedad enferma. Algo va rematadamente mal, parodiando el título de Tony Judt, en la comunidad de la que todos formamos parte cuando afanes de disgregación separatista preocupan a una porción del conjunto social, los fallecidos por accidentes de circulación son una ofrenda al progreso que pagan los conductores y la insoportable lacra de la violencia machista que asesina mujeres no puede ser extirpada del comportamiento en pareja. Son, todas ellas, distintas formas de expresión de un egoísmo que se incuba en la naturaleza social e impregna a individuos, comunidades y gobiernos, incapacitándolos para reconocer culpas y abordar, en consecuencia, actuaciones eficaces que consigan erradicarlas o minimizarlas.
Es fácil reconocer ese egoísmo en la actitud machista de
quien considera a la mujer un objeto de su propiedad y no admite perderlo,
optando por destruirlo antes de que se aparte de él. Atribuir a la mujer
capacidad y voluntad para decidir la unión o separación de su pareja, con
idéntica autonomía y en igualdad de condiciones que el varón, no resulta
tolerable para quien actúa y cree que la sumisión y dependencia afectiva y material
de la mujer respecto del hombre es la única relación posible y aceptable. La
mayoría de los asesinatos de mujeres se cometen por hombres -jóvenes, maduros o
viejos-, cuya relación sentimental bien se ha roto o bien el matrimonio se
halla en proceso de separación y divorcio. Una actitud execrable cuando hasta
los hijos se convierten en instrumentos para influir o hacer sufrir a la mujer
que consigue liberarse del hombre que le ha perdido todo respeto, humilla su
dignidad y significa una amenaza física intolerable para su existencia. Es el
caso, por ejemplo, del filicida de Moraña (Pontevedra), un asesor inmobiliario
de 40 años de edad, que acabó con la vida de sus dos hijas de 4 y 9 años el día
que debía entregárselas a su madre tras un permiso vacacional de quince días,
como presunto acto de venganza contra ella. Un caso extremo de patológico y
criminal egoísmo machista que piensa que todo le pertenece en propiedad, hasta
la vida de su pareja y los frutos derivados de esa relación de poder, nunca de
amor.
También es posible identificar el germen del egoísmo en
aquellos territorios que desean o pretenden independizarse del Estado del que
forman parte, sin que ello obedezca a la resolución de ningún conflicto
colonial histórico ni a la recuperación de una antigua soberanía nacional
perdida en la construcción de los estados-nación modernos. Tanto en Cataluña, donde
la obsesión de las formaciones soberanistas plantea unas elecciones en clave
plesbicitarias para el próximo 27 de septiembre, contrarias a la legalidad,
precisamente en la época histórica en la que goza del mayor reconocimiento
autonómico a sus singularidades identitarias (autogobierno, lengua co-oficial
con la del Estado, etc.), como en Bolivia –por comparar con otro ejemplo
distinto y distante-, en el que las regiones de Santa Cruz, Tarija, Beni y
Pando promueven también un proceso, si no independentista, sí al menos autonómico
semejante al de España, la causa de la segregación es puramente egoísta. En
ambos casos, son las regiones más ricas o con mayores recursos las que
pretenden separarse del resto por considerar que su contribución solidaria y
equitativa a la riqueza nacional les acarrea pérdidas y limita su desarrollo.
Ni los ricos quieren pagar impuestos ni las regiones ricas quieren participar
en el progreso armónico del conjunto del país. No es la lengua ni la identidad,
ni siquiera la historia, sino la conveniencia egoísta lo que impulsa los
envites independentistas de estas comunidades privilegiadas y en buena medida
favorecidas en detrimento del resto del país que las integra.
Hasta los gobiernos pueden ser egoístas. Tienen
responsabilidades que no asumen y trasladan a los ciudadanos, a los que
penalizan doblemente: acusándolos de provocar los accidentes de tráfico,
coaccionándolos y castigándolos con campañas y multas injustificadas. Hay una
motivación egoísta en esa conducta gubernamental. Por un lado, dado el
descomunal negocio existente en relación con el automóvil, fuente de ingresos
abundantes para las arcas del Estado, se intenta (y se consigue) desplazar la
atención, como apunta Reyes Mate, evitando los “supuestos culturales que
sostienen directa o indirectamente la muerte en carretera”; esto es, se busca
una responsabilidad sin culpa a la que imputar el costo de la acción, cifrándolo
en una indemnización económica, aunque la culpa y la responsabilidad las tenga el
modo de vida y el Estado en su negligencia con la falta del mantenimiento adecuado
de la red vial. Es egoísta porque el Estado estimula, incluso con subvenciones
a la industria, el culto al automóvil, a la velocidad y a la vinculación del
coche con progreso y modernidad (el coche como símbolo social), al tiempo que
coacciona su utilización ante la saturación del parque móvil que padecen todas
las ciudades, aprovecha para incrementar la recaudación con la excusa de la
contaminación, cobra por circular y aparcar en calles y plazas y culpabiliza al
conductor en la práctica totalidad de los accidentes de tráfico, sin reconocer
ninguna responsabilidad propia. Todas las campañas de la Dirección General
de Tráfico remiten a descuidos del conductor, al exceso de velocidad, al
alcohol y las drogas, a la supuesta antigüedad del vehículo y a cuantos
factores puedan atribuirse a quien conduce y tiene un accidente. Pero nunca,
aunque existan estadísticas al respecto, a la deficiente señalización de las
vías, al pésimo estado de muchas carreteras (la mayoría de los accidentes se
produce en vías secundarias), al mal trazado de curvas y peraltes, al diseño y
construcción erróneos de infraestructuras viales (puentes, cruces, accesos y
salidas en lugares inapropiados y, por tanto, peligrosos, etc.) y a esa
infinidad de causas ajenas al conductor que provocan muchos accidentes con consecuencias mortales. Siempre se busca un culpable para que pague y libre al Estado de responsabilidad.
Tal actitud expresa una forma de egoísmo lucrativo que adquiere visos inmorales
y en muchos casos criminales. Las víctimas de los accidentes de
circulación suponen suculentas fuentes de rentabilidad para grúas, talleres,
mutuas, ambulancias, seguros, centros hospitalarios y asistenciales, abogados,
desguaces, tasadores y toda una larga lista de profesionales y actividades que
abonan tasas e impuestos a la
Hacienda pública. No hay mayor muestra de egoísmo que la que
se ceba fría y despiadadamente con las víctimas de los accidentes de
tráfico.
Bajo el sofocante calor del verano, se llega a la conclusión de que el machismo, el separatismo y la actitud exculpatoria del Estado en los accidentes de carretera tienen en el egoísmo una causa común que los explica y que se alimenta del modelo de sociedad -competitiva, mercantilista e individualista- que hemos construido y asumido de buen grado. Si no cuestionamos los males de esta sociedad neoliberal, acabaremos aceptando que el sufrimiento que nos provoca, junto a la anomia social, es el precio que hemos de pagar por formar parte de ella. Y nos quedaremos tan a gusto sudando la gota gorda.
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