Es perfectamente respetable que cada cual albergue las
creencias religiosas y las convicciones morales que estime oportunas y conduzca
su vida en función de ellas. Es lo que exigen, por ejemplo, los Testigos de
Jehová cuando rechazan las transfusiones sanguíneas y optan por el riesgo a
morir por una hemorragia antes que recibir sangre de otra persona. Sus
creencias no admiten la mezcla de sangre no propia. Y pretenden hacer
prevalecer sus creencias sobre el conocimiento científico que posibilita
mediante la transfusión de componentes sanguíneos la salvación de vidas humanas.
Para los supuestos defensores de la vida y el Derecho
Natural, la simple fecundación de un óvulo presupone su consideración como ser
humano, aunque aún se halle en estado embrionario. Interrumpir el desarrollo de
ese embrión, futuro feto, sería cometer un asesinato que su moral y creencia religiosa
no toleran. No reconocen a la madre que acude a abortar ningún derecho para
decidir sobre su embarazo, a pesar de que para ninguna mujer sea un paso
gratuito y fácil, sino una alternativa dolorosa a circunstancias complejas que
afectan a su vida. Y no aceptan que la ciencia no equipare la mórula de células
embrionarias con un ser humano nacido y sujeto a derechos que amparan
constitucionalmente a las personas. Estos objetores están en su derecho a
pensar y creer en lo que quieran.
Lo difícil es congeniar creencias particulares con las leyes
que regulan la actuación de todos los integrantes de una sociedad plural como en
la que convivimos. No tramitar expedientes para abortar supone impedir el
ejercicio de un derecho reconocido y regulado de las mujeres que desean
interrumpir un embarazo. Es saltarse la ley con la escusa de una objeción de
conciencia tan meliflua como sectaria, ya que el presunto objetor
administrativo del SAS lo que persigue, no es evitar su implicación en un
“holocausto”, como él lo llama, sino boicotear la aplicación de la ley, el
ejercicio de un derecho y obligar al resto de la sociedad a asumir sus
creencias y su moral. Para ello ha batallado judicialmente hasta que una
reciente sentencia del Tribunal Constitucional, que ha dado la razón a un
farmacéutico que se negaba a dispensar la píldora del día después, ha abierto
la posibilidad de ampliar el reconocimiento de la objeción de conciencia a los
no sanitarios. Siguiendo hasta el absurdo esa lógica, hasta un celador podría
negarse a transportar en silla de ruedas a cualquier embarazada que vaya a
abortar a un hospital público. Con lo fácil que hubiera sido cambiar de puesto
de trabajo y trasladarse a cualquier otro destino en el que la sensible
conciencia del administrativo no estuviera expuesta a participar ni percibir lo
que considera un “asesinato”. Pero ese no es su propósito, sino el de
obstaculizar la aplicación de un derecho con el que “su” moral no está de
acuerdo e invitar a más gente a formar una barrera contra el aborto. Tal
actitud, lejos de la honestidad con que pretende arroparse, obedece a una
intransigencia ideológica que no respeta la pluralidad ni la legalidad basada
en lo que la ciencia conoce y no a través del velo de ninguna creencia, por
respetables que sean todas ellas.
Permitir esta eventualidad obstruccionista, en función de creencias,
sería tanto como dejar morir de una hemorragia al paciente testigo de Jehová
que no acepta las transfusiones. Si lo último se solventa con una resolución
judicial que deja en potestad del criterio médico cualquier actuación al
respecto, la negativa del administrativo debería también resolverse con el
simple acatamiento de la legalidad vigente. Los problemas de conciencia se limitan
al ámbito privado del individuo. Porque, de lo contrario, como agnóstico, cualquier
vecino podría oponerse a que una hermandad religiosa procesione por la calle
donde vive, con la excusa de ser objetor de conciencia contra la Semana Santa. Si a éste lo
obligan las ordenanzas municipales a aguantarse o mudarse, al administrativo
que se la coge con papel de fumar también deberían sugerirle idénticas
alternativas e invitarle a irse a cumplir con su trabajo al archivo del
Hospital de Valme, por ejemplo, donde su conciencia podría estar más tranquila y
calentita. Digo yo.
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