Europa es un continente forjado por civilizaciones trashumantes que la fecundaron con las semillas de la diversidad y la libertad, aunque no por ello se mantuvo exenta del contagio de la intransigencia y el sectarismo más rabiosos. Pueblos y naciones crecieron en esta esquina occidental de un territorio que trasciende los Urales, desarrollando culturas ricas, ideas abiertas y el bienestar de la población gracias a un progreso material y social que, inevitablemente, acabaron compartiéndose y extendiéndose. El pensamiento alumbró filosofías y democracia cuando en otras partes del mundo el feudalismo esclavizaba a sus súbditos y les arrebataba riquezas y posesiones. Aquí florecían reformas, dentro de una religión omnímoda que distribuía bulas para asegurar su reino terrenal, que reconocían la individualidad de la persona incluso en su relación con Dios. Y también imperios que ampliaron los horizontes geográficos de lo conocido, movidos por la piratería, el colonialismo y la rapiña, pero al mismo tiempo llevando leyes, lenguas y culturas con los que se puede abrigar la voluntad de modernización, emancipación e independencia que sirven para afianzar el futuro de cada país.
De esa Europa física surgió, con el devenir de los tiempos,
una Unión Europea política con vocación de materializar esas señas de identidad
y un proyecto convivencial basado en la libertad y la diversidad originales,
que ha estimulado un desarrollo económico como nunca antes en la historia del
continente. Desde los Acuerdos del Carbón y el Acero hasta el Tratado de Roma,
con los que se engendraron las actuales instituciones, Europa se ha ido
configurando en una potencia mundial de enorme capacidad económica, gran
atractivo social y un vasto acervo cultural. No sin insuficiencias y errores, la Unión Europea es hoy un faro
que alumbra los sueños y esperanzas de muchos vecinos desafortunados y
maltratados por propios y extraños, simplemente por nacer al otro lado del
Mediterráneo o tras una imaginaria pero vigilada línea fronteriza trazada sobre
la tierra.
Guerras, hambre y opresión son las causas por las que
centenares de miles de migrantes intentan acceder a este espacio europeo que
exhibe sin recato sus logros y su prosperidad en medio de tanta miseria y
maldad alrededor. Refugiados e inmigrantes que huyen buscando una oportunidad a
través de pateras, camiones o a pie desde diversos países de Oriente Medio y
norte de África para toparse con mafias que se enriquecen a costa de su dolor,
con vallas y alambradas que pretenden contener la desesperación y con la
insolidaridad y la xenofobia de los que temen perder los privilegios que les
depara la fortuna. Europa se enfrenta en la actualidad a una crisis humanitaria
sin precedentes que pone en cuestión los principios y valores fundacionales que
ella abandera en un mundo globalizado, sin distancias pero aquejado de
profundas desigualdades e injusticias.
Los conflictos bélicos de Siria, Eritrea, Irak y Afganistán
empujan a través de los Balcanes a los que están amenazados por la
intransigencia y el fanatismo del islamismo más radical y sanguinario, el que instaura
sociedades en las que impera la ley islámica (Sharia) tanto en el ámbito civil
como el religioso, y que de manera violenta, mediante el asesinato y las
ejecuciones públicas, elimina a sus opositores y a cuantos considera “infieles”
del Islam. Centenares de miles de personas buscan refugio en Europa, no a causa
del hambre sino de la guerra, saltando de Turquía a Grecia para alcanzar en
Hungría los límites orientales de un “paraíso” europeo que no sabe cómo abordar
semejante avalancha migratoria. Paralelamente, desde el norte de África miles
de inmigrantes intentan salvar el Mediterráneo a bordo de frágiles
embarcaciones para recalar en Italia y, en menor número, España, dejando un
rastro de muertos flotando sobre las aguas que convierten al Mare Nostrum en el
cementerio de los que prefieren morir ahogados que de hambre.
En un extremo y otro de Europa, vallas y alambradas intentan
taponar estas vías por las que se “cuelan” las víctimas de hambrunas y guerras,
condenadas a un exilio sin destino cierto y un porvenir más negro que el de la
minería del carbón de España. El miedo y la insolidaridad de Europa, temerosa
de la infiltración terrorista y de la no integración de los acogidos, hace que
se endurezcan las leyes con las que castigar a quienes “ayuden” o acojan a los
inmigrantes (Inglaterra), se interponga a la Policía a impedir el tránsito de inmigrantes (libre
circulación de personas) dentro del espacio Schengen de la Unión (Frontera
franco-británica de Calais), se construyan centros de acogida tan siniestros
como cárceles hacinadas (Grecia e isla de Lampedusa) y se alcen alambradas con
concertinas que disuadan de seguir adelante a los que no tienen adónde ir, e incluso
esas “devoluciones en caliente” tan a gusto de las autoridades españolas.
Las instituciones europeas abandonan a su suerte, con toda
clase de obstáculos, el éxodo migratorio que llama a estas puertas del primer
mundo, renegando de aquel sueño de derechos, libertades y solidaridad con el
que se fundó la vieja Europa de valores democráticos y humanitarios y que ha
mutado a selecto club de satisfechos acaudalados que imponen un estricto
derecho de admisión. No acierta Europa -ni con la agencia Frontex de protección
de fronteras, ni el Convenio de Berlín para devolver a sus países de origen a
los inmigrantes (aunque ofrezca miles de millones para acelerar las
expulsiones), ni la agenda sobre Migración para repartir cupos de inmigrantes
entre diversos países europeos (los cuales se niegan a cumplir)- con la
solución al drama humanitario que se desarrolla en sus propias narices. Y no
acierta mientras insista en medidas policiales y represoras que no actúan sobre
las causas de una migración provocada, entre otras razones, por situaciones que
la misma Europa ha creado o ha contribuido a crear: participación en conflictos
no resueltos (primaveras árabes), relación con antiguas colonias, protección a
dictadores “amigos”, negar la colaboración al desarrollo de vecinos limítrofes
y, en definitiva, no afrontar la migración como reclama la dignidad humana y no
como preconiza un capitalismo que considera a la persona simple mercancía o
gasto.
No se sabe cuántos muertos más tienen que producirse,
asfixiados en camiones, ahogados en el Mediterráneo o abandonados en las
fronteras para negocio de las mafias, para que la Unión Europea asuma su
identidad de lugar de acogida y respeto a los Derechos Humanos en vez de
mostrarse como un territorio que alberga el egoísmo, el racismo y la xenofobia
más repugnantes. La civilización de este solar ha de servir para algo más que
para el negocio y el lucro. También para situar al ser humano como medida de
todas las cosas, como proclamaba Protágoras.
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