Se habla de violencia de género y es violencia machista porque el que mata no es el género sino el hombre a la mujer. Es violencia sexual y machista porque los seres humanos no tienen género, sino sexo, siendo el varón u hombre el que asesina a la hembra o mujer por un patológico sentido de superioridad: no tolera que la mujer pueda abandonarlo, tomar la iniciativa y decidir no seguir formando pareja con quien acaba por matarla. Son asesinos de mujeres. Viven entre nosotros y padecen, además de un grave trastorno psiquiátrico, un déficit educacional que les impide aceptar la igualdad en derechos de la mujer, su plena autonomía personal, y una carencia afectiva que los vuelve incapaces para rehacer sentimentalmente sus vidas, con esa actitud de dominio y sumisión con la que plantean toda convivencia, cuando sus parejas deciden por fin separarse de ellos, alejarse de sus verdugos. Y, cuando lo intentan, lo pagan con sus vidas. 34 de ellas ya han pagado ese precio. En lo que llevamos de año, 34 mujeres han sido víctimas en nuestro país de violencia machista, dejando un reguero de muertes, independientemente de su número, inaceptable.
El mes de julio ha sido particularmente aciago en esta
estadística letal que se ceba sobre la mujer, con seis mujeres asesinadas por
sus parejas o exparejas, una cifra espeluznante que pone en evidencia un
problema enquistado como un cáncer en la sociedad española. Un problema que, a
pesar de las medidas legales implantadas en nuestro país para luchar contra la
violencia machista y las campañas publicitarias, no acaba de ser resuelto ni
erradicado. Un dato quizás permita valorar la gravedad y envergadura del asunto:
desde 2003, fecha en que comienzan a recopilarse estadísticas oficiales sobre
violencia de género, cerca de 800 mujeres han sido asesinadas en España por sus
parejas o exparejas: casi tantos asesinatos como los cometidos por ETA en toda
su macabra historia, pero en mucho menos tiempo. Sin embargo, la percepción
social de esta violencia gratuita, injusta y demencial que soporta la mujer no
consigue remover las conciencias ni promover medidas más contundentes para combatirla.
Sólo los familiares y amigos de las víctimas miden con exactitud, desde el
dolor y el sufrimiento, el daño irreparable que produce la violencia machista,
tan repudiable e inaceptable como el terrorismo.
Una violencia que se vale de la más abyecta crueldad para
cometer sus crímenes, muchos de ellos perfectamente evitables si se hubieran
puesto en marcha las medidas de prevención y control disponibles para afrontarlo
(denuncias, alejamientos del agresor, casas de acogida, vigilancia policial, controles,
etc.) Desde puñaladas, bastonazos, estrangulamientos, hachazos, golpes, la
asfixia, quemar con gasolina, arrojar desde un coche o a tiros, casi todos los
métodos de matar han sido empleados por el machismo asesino de mujeres. Según la ONU , es “la más vergonzosa
violación de los derechos humanos” que se puede cometer en nuestras sociedades
supuestamente civilizadas. Ningún estamento social está exento de padecer esta
violencia machista contra la mujer, en su amplia variedad de vertientes (agresiones
físicas, psicológicas, económicas o sexuales), lo que refleja una raíz cultural,
patriarcal, de un machismo refractario a la igualdad, la educación y el poder
adquisitivo, que induce al agresor a tener el “convencimiento” de su
superioridad y primacía sobre la mujer, a la que considera un objeto de su
propiedad. Ello explica que una mujer pueda ser asesinada por el consejero de una
embajada española en el extranjero, por un adolescente rechazado, por un
empresario en trámites de separación, por un novio despechado, por un energúmeno
engreído y divorciado y hasta por un anciano al que no consienten más abusos,
como el hombre de 72 años que acaba de asesinar con un hacha a su esposa en
Granada, último caso conocido a fecha de hoy.
No es, pues, un problema irrelevante el de la violencia
machista contra la mujer en nuestro país, sino un asunto sumamente grave e
importante. Un fenómeno incrustado como patrón de conducta en nuestra forma de
convivir en pareja, que se utiliza para mantener un estatus de dominación
masculina, y que parece no sólo tolerado, sino legitimado por amplios sectores
de nuestra sociedad, los cuales todavía ponen en cuestión la libertad de la
mujer para arbitrar su vida y sus relaciones afectivas. Sectores que
relativilizan la violencia machista, integrándola en una irremediable conflictividad
doméstica en la que el asesinato es la consecuencia más dramática y extrema,
pero que se asume como los muertos en carretera: accidentes inevitables que
acompañan a nuestra idiosincrasia y estilo de vida. Y así se transmite de padres
a hijos y a través de todas las clases sociales.
Se hace necesario, por tanto, emprender campañas más
eficaces de sensibilización social y, sobre todo, de educación individual
basadas en el respeto, la igualdad y la libertad de hombres y mujeres, sin
distinción, orientadas a eliminar roles y arquetipos arcaicos que condenan a la
mujer a depender del hombre. Hay que tomar cuántas medidas sirvan para evitar aceptar
como “normal” el goteo imparable y tenaz de mujeres asesinadas por sus parejas y
exparejas, sin que ningún mecanismo legal, ninguna reacción social ni la
sensibilidad de las personas se vean impelidas a poner freno a tamaño delito,
al mal que se cierne sobre la mujer por el mero hecho de ser mujer. Hay que
exigir una mayor implicación por parte de los poderes públicos y mayores
recursos para afrontar este problema con eficacia y contundencia, hasta que se considere
como uno de los problemas más graves al que nos enfrentamos colectivamente. No
es posible asumir el asesinato de ninguna mujer, por parte de su pareja o
expareja, sin que ello suponga una afrenta inaceptable a nuestras libertades y
a los derechos que nos asisten como ciudadanos de un país democrático y avanzado,
en el que la igualdad entre hombres y mujeres es un valor reconocido y protegido
legalmente. No podemos tolerar ninguna mujer asesinada más por violencia
machista sin alzar nuestra voz y expresar nuestra repugnancia por un
comportamiento tan deleznable que como sociedad no hemos sabido evitar ni prevenir.
No podemos vivir en paz si muchas mujeres ni siquiera pueden vivir. Hay que
actuar, ya.
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