En principio, y aún no siendo simpatizante de la monarquía,
la figura de don Felipe de Borbón y Grecia, de 46 años, no me causa
animadversión en sí misma, ya que el Príncipe siempre ha sido discreto, no se ha arropado de boatos innecesarios y lleva preparándose durante toda
su vida para asumir lo que el próximo día 19 conseguirá: acceder al trono del
Reino de España tras la abdicación de su padre, quien ha estado cerca de 40
años portando la Corona. Como
muchos cientos de miles de jóvenes universitarios de nuestro país, el futuro monarca está
suficientemente preparado para enfrentarse a los retos de una España moderna y
dinámica que aspira conquistar mayores cotas de progreso, riqueza y bienestar.
No se le niega, pues, al nuevo rey capacidad, formación y experiencia
necesarios para ejercer la
Jefatura del Estado con la dignidad y “auctoritas” que
requiere el cargo de representar a todos los españoles sin distinción y para actuar
de árbitro neutral entre los poderes del Estado. Don Felipe, de hecho, puede
llegar a ser, si se lo propone, un excelente rey ya que cuenta con el ejemplo
de su padre para evitar los errores y excesos que aquel cometió y que empañaron
los últimos años de su reinado, erosionando el prestigio que la institución
consiguió durante la
Transición, y el desapego de los ciudadanos.
Para empezar, el próximo rey deberá despojar a la monarquía
de los lastres que anclan la institución en tradiciones trasnochadas y hábitos
caducos que la convierten en rémora superada de un pasado feudal. El mismo don
Felipe rompe con su conducta personal, al casarse con una divorciada a la que
convertirá en Reina consorte, muchos de aquellos estereotipos hipócritas de
rectitud moral en las apariencias. También lo hace al desechar la celebración
de una misa religiosa tras los actos de su proclamación, al objeto de respetar
la aconfesionalidad constitucional del Estado. Ambos hechos evidencian rasgos
de adecuación de la monarquía a los tiempos presentes.
Sin embargo, ni el futuro rey ni la institución monárquica parecen
poder desprenderse de todas las servidumbres a las que están obligados por
intereses, tradición e imperativos diversos. En ese sentido, y aunque es
protocolario que su majestad le traspase el fajín de capitán general al heredar
la Corona , no
debería sentirse obligado don Felipe a vestir el uniforme de gala de tal rango
del Ejército de Tierra para jurar su cargo en el Congreso de los Diputados,
pues su investidura como rey responde a un procedimiento del poder civil, al
que se subordinan todos los demás poderes, incluido el militar. De la misma
manera que evita connotaciones religiosas al suprimir la misa, podría obviar
también las militares, a fin de alejar los fantasmas que evocan tutelas ajenas
que condicionan la función del monarca.
Es cierto que estos son aspectos anecdóticos de la ceremonia
de sucesión en una institución que, no obstante, tiene una absoluta significación
simbólica. Si la monarquía no fuera símbolo, no sería nada, ya que sólo sirve
para representar la unidad de nuestro país y encarnar la Jefatura del Estado. Algo
así como la bandera: un trozo de tela que simboliza a la Nación. De ahí la
importancia de los signos que exhiba durante su proclamación don Felipe de
Borbón. Si prevalecen los de su condición militar durante la ceremonia política de
su coronación, lejos de expresar control sobre los ejércitos transmiten sumisión y
tutelaje a los mismos, pues el mensaje del uniforme se presta a múltiples interpretaciones
fuera de los cuarteles.
En cualquier caso, el mayor reto al que debería enfrentarse
el futuro rey Felipe VI es el de legitimar la monarquía. Como aclara el
catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo, la monarquía no se sometió
a discusión de los españoles, pues el referéndum del 6 de diciembre de 1978
sirvió para liquidar las Leyes Fundamentales franquistas, no para legitimar
la monarquía como fórmula de Gobierno. La institución monárquica tiene esa
falta de legitimidad democrática de origen que sólo puede conseguir mediante un
referéndum. Don Felipe, si fuera sensible a este recelo que provoca el
magisterio que ahora asume en, al menos, la mitad de la población, podría convocar esa consulta cuando más adhesiones
despierte su labor y más libre de hipotecas antiguas se sienta. En definitiva,
sólo cuando el nuevo rey se comporte como un presidente de república, sin
fueros ni privilegios que lo distingan del resto de los ciudadanos, y su
legitimidad no sea hereditaria sino otorgada por las urnas, será cuando
verdaderamente don Felipe de Borbón y Grecia podrá reinar con tranquilidad y
autoridad como Felipe VI. Mientras tanto, siempre tendrá que soportar ser cuestionado, haga
lo que haga, incluso si suprime esa adherencia
machista de las monarquías absolutistas, la ley sálica: una norma incoherente que
lesiona los derechos de la mujer, a la que ampara la Constitución para no sufrir discriminación por razón del
sexo. Otro signo arcaico que también puede
y debe evitarse.
No aplaudo su proclamación como rey de España, pero le deseo
a don Felipe que el éxito acompañe su reinado, no por la institución que
representa, sino por el bien de todos los españoles, de la misma forma que lo
haría con un presidente de república, si esa fuera la voluntad de los
ciudadanos, y salvando las distancias que los diferencian: un presidente se sustituye
democráticamente; un rey permanece hasta que un hijo hereda el cargo. Ello no
impide que Felipe VI sea un rey republicano en valores, conducta y actitud.
Algunos signos dan muestra de ello. ¡Ojalá cumpla las expectativas!.
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