Los vecinos sabían de su existencia por los esporádicos
saludos de cortesía que se intercambiaban en la escalera, sin que nunca hubieran
establecido más diálogo que un sucinto adiós o buenos días. La puerta de su
vivienda encerraba el misterio de una soledad huraña, reacia a compartir compañía
con nadie. Ni su familia había podido nunca localizarlo en su deambular por
pisos de alquiler, a pesar de haber comunicado su ausencia a probos
funcionarios que se limitaron a registrar su nombre en la lista de personas
desaparecidas.
Supieron que había muerto cuando un okupa allanó su vivienda creyéndola vacía. Su cadáver medio momificado
continuaba sentado frente al televisor desde que un infarto decidiera terminar
con aquel aburrimiento de vida. Llevaba cerca de dos años sin alma y ni los
bancos ni la Seguridad Social
se habían percatado de estar pagando una pensión y cobrando las facturas a un
muerto. Nadie lo había echado de menos, ni siquiera él mismo se había enterado
de su fallecimiento. Sólo la soledad en la que se había refugiado pudo conocer la
visita de la muerte con su silente indiferencia, semejante a la que le
habían mostrado todos cuando estuvo vivo. Para morir no requirió más acompañamiento
que el de su voluntario aislamiento de un mundo burócrata que cursa impresos
sin importar las personas. Ahora buscan un culpable al que exigir la devolución
de las pensiones indebidamente abonadas. Y sólo hallan el silencioso vacío que
no supieron advertir a tiempo. Ni el okupa
desea quedarse en aquella casa donde sólo mora una soledad tan fría como el
cadáver que la habitaba.
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