Sólo así se explica que las mujeres vuelvan a luchar por el
derecho al aborto, vuelvan a exigir la capacidad de decidir sobre su cuerpo y reclamar
la potestad de interrumpir un embarazo sin que agentes extraños -sean políticos
o religiosos- decidan por ellas ni intervengan en decisiones que sólo a ellas
competen. El túnel del tiempo nos hace otra vez reivindicar la libertad de
abortar sin más restricciones que las establecidas por la ciencia en su concepto
de la gestación humana. Un derecho no mediatizado por imperativos religiosos ni
prejuicios morales o ideológicos que, en todo caso, debieran afectar a quienes abracen
tales creencias y acepten voluntariamente guiarse por ellas, sin ser impuestas
al conjunto de la sociedad.
Pero reincidimos en el problema y recuperamos actitudes
punitivas contra el aborto, nos retrotraemos a legislaciones que niegan un
derecho, lo constriñen a consideraciones morales y lo autorizan sólo en
supuestos tan limitados que prácticamente lo imposibilitan si no se quiere
correr el riesgo de acabar en la cárcel. Volvemos a plantarnos en una vieja
encrucijada y conseguimos devolver otra vez el temor en las caras a muchas
mujeres que se ven obligadas a peregrinar por médicos y clínicas o improvisar
precipitados viajes al extranjero para suspender un embarazo no deseado. Un
miedo que regresa de la mano intransigente de una moral que dicta leyes y tutela
costumbres mediante la prohibición, la represión y el castigo, por simple imperativo
religioso, en una sociedad aconfesional constitucionalmente. Se trata de un
choque traumático con un pasado irremisible.
Un viaje de vuelta que nos lleva a la censura, a prohibir
publicaciones, a controlar la libertad de expresión, a cercenar el producto
elaborado por periodistas o dibujantes de viñetas, en definitiva, a desconfiar
del crítico e impedir que difunda su pensamiento contrario a lo establecido
mediante sutiles o groseras maneras de coacción. Revistas señeras, como El Jueves, dedicadas al humor, no pueden
abordar ciertos temas porque ofenden a instituciones o personajes públicos que
se consideran intocables, inviolables. Incluso medios que creíamos de una
seriedad y un predicamento insobornables, como el digital The Huffington Post, recurren a la censura periodística para la
redacción de determinados asuntos. Ya no hay expresas prohibiciones
gubernamentales, pero persisten viejas actitudes entre los propietarios
empresariales de la mayoría de los medios de comunicación que limitan el libre
ejercicio de una profesión que, si tiene alguna virtualidad, es la de
desconfiar de cualquier poder, de sacar sus trapos sucios y dar a conocer
todo lo que se deseaba mantener muy oculto. Otro choque traumático de una
involución que nos devuelve a épocas de pensamiento único y referendos ganados
por unanimidad.
Pero si algo causa pavor en este retroceso en el tiempo, si
algo provoca la alarma más preocupante, es el resurgir de la pobreza, la vuelta
a la miseria de los más indefensos de la población: los niños. Volvemos a no
poder darles de comer, a tener que recurrir a la limosna de organizaciones de
carácter social y a la compasión de algunas administraciones para ofrecer
almuerzos escolares que posibiliten, al menos, algún alimento en condiciones al
día a nuestros hijos. Más de dos millones de niños se hallan bajo el umbral de
la pobreza en nuestro país, según un informe sobre pobreza infantil de Save the Children
que debería causarnos vergüenza. Y esta situación se produce no por culpa de
alguna calamidad sobrevenida en las cosechas, alguna catástrofe natural, sino
por la voluntad de decisiones políticas, por el sometimiento a unos dictados
económicos que controlan la actuación de gobiernos sumisos y claudicantes para
conseguir un modelo de sociedad en el que unos pocos ganan cantidades
astronómicas a costa del empobrecimiento del resto de los ciudadanos. También
de los niños. Y no importa, porque el Estado ahorra y cuadra las cuentas al
invertir en niños 1,4 por ciento del PIB en vez del 2,2 de Europa. He ahí una
de las causas.
Con tantos recortes y reformas que sólo precarizan trabajos,
salarios y derechos, acabaremos precipitándonos en el pasado más indeseado, el
de las cartillas de racionamiento, el de los harapientos pidiendo limosnas por
las esquinas, el de los ricachones que ofenden con su sola presencia, una
presencia que contrasta con la pobreza general, con los latifundios y los
monopolios, con las porras de los policías y las redadas contra las libertades,
con las censuras políticas, religiosas, económicas o de costumbres, con
caciques y terratenientes omnímodos, con gobiernos autoritarios y sectarios,
con imposiciones dogmáticas y aclamaciones absolutistas, con pueblos
atemorizados y abandonados a su suerte para que unos pocos vivan como reyes,
con la emigración como salida a tanta podredumbre, con la pérdida de nuestros
mejores cerebros a causa de la intransigencia y la ceguera de unos gobernantes
incapaces de atender a la gente, sólo al mercado. Volvemos a un pasado remoto que
creíamos haber superado y que, sin embargo, resucita en cada hecho de la
actualidad. Parece una pesadilla de la que no se puede despertar y que te hace
vivir el presente con angustia y tristeza. Es un choque traumático viajar por
el túnel del tiempo para avanzar hacia atrás.
Paren, que me bajo
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