El Rey y el presidente del Congreso |
A la ronda del Rey acuden los representantes de las formaciones
políticas con el convencimiento de que, si no se produce un milagro, no hay más
remedio que convocar nuevas elecciones generales. Si ello es así, el mensaje
que se traslada a la ciudadanía es que sus votos de diciembre fueron inútiles y
habrán de afinar sus apuestas en las urnas si quieren que alguien les gobierne
tras una nueva campaña electoral que se antoja agotadora. Ninguno de los
partidos que se han mostrado incapaces de dialogar asume la responsabilidad de
este fracaso. Todos culpan al adversario de una situación inédita en la
democracia española y que obliga repetir unas elecciones para conformar
Gobierno, sin ninguna seguridad de que el resultado sea muy distinto del que
refleja el Parlamento actual.
Volver a la situación de partida, con pequeñas variaciones
en los escaños, supondría un acto de autoridad por parte de los votantes, que
exigirían se respete su soberana voluntad, reafirmada en las urnas, y una
vergüenza para los partidos políticos, que no saben o no quieren aceptar el
veredicto democrático y se niegan plegarse al mismo, atendiendo exclusivamente a
sus intereses partidistas. Ese es el riesgo que se corre al convocar nuevas
elecciones. Unos confían en que, entonces, el “sentido común” permita esa gran
coalición que el Partido Popular tanto ha invocado, y otros aguardan que los
ciudadanos premien su intransigencia o, al menos, castiguen la del contrario,
posibilitándoles las combinaciones para formar Gobierno que antes fueron
imposibles. Todos transmutan los votos en inútiles cuando no sirven para sus
estrategias partidistas y obligan tirar nuevas cartas para ver si la suerte les
acompaña, sin pensar en los intereses del país y en las necesidades de la
gente, aburrida y hastiada de que se juegue con ella.
En cualquier caso, si el Rey se ve en la necesidad de
convocar nuevas elecciones, como parece probable, considerar inútiles los votos
de diciembre pasado tendrá un precio, un alto precio que vendrá a profundizar
la desafección de los ciudadanos con la política y agrandar su desconfianza en
quienes no se toman en serio sus deseos, expresados en las urnas. Declarar
inútiles esos votos traerá la consecuencia de un mayor desprestigio de un
sistema político que no sirve para interpretar y asumir la voluntad democrática
de votantes, a quienes se les está exigiendo, en la práctica con nuevas
elecciones, una rectificación en toda regla: ustedes se equivocaron, vuelvan a
votar otra vez.
Tratar así a los ciudadanos de un país en que los escándalos
por corrupción salpican, especialmente, a la clase política, con una crisis
económica que empobrece injustamente a quienes no tuvieron la culpa de su
aparición, que rescata a los que la engendraron con dinero público,
los premia con una amnistía fiscal y, al final, figuran en los papeles de paraísos fiscales,
todo ello, decimos, no hace más que ahondar la brecha de la desconfianza, el rechazo, la
frustración y la apatía entre los que, con razón, piensan que no sirve de nada
participar y votar en democracia, puesto que, como ha quedado demostrado con
las elecciones de diciembre, sus deseos volcados en las urnas no son tenidos en
cuenta.
Los que están evacuando consultas con el Rey evalúan sus
posibilidades electorales y no tienen en cuenta los intereses generales de la
población ni las consecuencias de declarar inútil su voto. Ellos van a su bola,
esa que aplasta las urnas y sofoca nuestra voz, para regocijo de los populismos
que pescan en río revuelto y de los seres providenciales que todo lo
prometen, hasta lo que no pueden cumplir. A ver dónde acabamos.
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