Estamos curados de espanto ante cada nuevo escándalo que viene a confirmar que este país es fértil en delincuentes y corruptos. Un país en el que proliferan pandillas de golfos que campan en la política, las empresas y las finanzas robando y saqueando a la institución o corporación que parasitan, con la impunidad que les confiere ser representantes de la soberanía popular o mantener amistad y estrechas relaciones con los detentadores del poder. Se caracterizan estos pillos por esquilmar los recursos económicos de la nación para su propio, exclusivo y privado beneficio. Son expertos en “llevárselo calentito” gracias, no a una habilidad o inteligencia superiores, sino a la desfachatez e inmoralidad con que se comportan. Abusan de la confianza de la gente, que les vota o aclama profesionalmente, para acceder a cargos y puestos desde los que desvalijan lo que no les pertenece mediante la prevaricación, el cohecho, el fraude fiscal, la apropiación indebida o cualquier otro procedimiento ilícito. En muchas ocasiones, tales sinvergüenzas tienen el descaro de presentarse como adalides del patriotismo más altruista o la dedicación pública más generosa, pero no vacilan en exigir, por imposición legal, el sacrificio de los demás ciudadanos para que acarreen con los desmanes que ellos y otros de su misma calaña ocasionan a las arcas públicas. Nos subrogan deudas y déficits que pagamos entre todos, salvo ellos, listísimos pillos, que ponen sus botines a buen recaudo y lejos de Hacienda.
Tal es la sensación que se desprende de la lectura de los
llamados papeles de Panamá, un
informe periodístico que desvela la avaricia, la rapiña y la hipocresía de los
que ocultan sus fortunas en paraísos fiscales para eludir pagar impuestos en
nuestro país, ese al dicen amar los significativos titulares de aquellas
cuentas opacas. Desde la hermana del Rey-padre hasta un ministro del Gobierno,
pasando por un novelista enviagrado,
un músico señoritingo, un deportista importado o un actor cuentaminado, son algunos de los que han balbuceado tibias excusas o
justificaciones de excelsa inocencia y han denostado la enorme afrenta a su
integridad y dignidad que les ocasiona el revuelo mediático de unos datos que, no
obstante, no pueden demostrar que sean falsos o erróneos categóricamente. Toda
la sabiduría que demuestran en sus oficios, suficiente para delinquir, sólo les
sirve para acusar al mensajero y no para rebatir fehacientemente el mensaje. Pretenden
que no se conozca lo que siempre se ha sabido: que los ricos hacen lo imposible
por pagar menos al fisco, lo que incluye abrir cuentas en el extranjero donde
ocultar patrimonio y fortunas. Nada nuevo bajo el sol de España, ahora y antes.
Esta panda de pillos jalona la historia moderna de este
país, salpicándola de escándalos por robos y corrupción hasta convertirlos en
el principal problema del que adolece nuestra democracia. Ni el paro ni el
terrorismo despiertan en la actualidad tanta preocupación en los españoles,
hartos de asistir un día sí y el otro también a la aparición de nuevos
episodios de una corrupción que se ha vuelto sistémica. Los naseiro, filesa, roldán, juanguerra, marbella, palau, pretoria, gürtel,
rumasa, javierdelarosa, conde, fabra, díazferrán, bárcenas, eres, granados, bankia,
pantoja, nóos o pujol son meros capítulos de una actividad delictiva que
muda de nombre pero se mantiene intacta en la estructura institucional,
financiera, empresarial y económica de este país contaminado por la corrupción.
De nada valen procesos penales ni condenas de cárcel para los pobres descarados
que pillan “in fraganti” cometiendo fechorías porque los rendimientos
lucrativos de las mismas compensan, con creces, el precio de unos cuantos años metidos
entre rejas. Algunos, encima, sacan provecho de la cautividad para presumir de
víctimas del sistema, de venganzas políticas o tramas mafiosas, pero jamás para
devolver los caudales robados y camuflados tras una tramoya de testaferros y
empresas fantasmas.
“Luis, sé fuerte” es la frase icónica de una connivencia y
complicidad entre el poder y los delincuentes que revela la extensión y la
profundidad de un mal que afecta desde las más altas instancias del Estado
hasta el más humilde de los ciudadanos, aquel que prefiere no pagar el IVA de
una factura a ser honesto con sus obligaciones legales. Un contexto social de
permisividad y negligencias con el delito fiscal que favorecen, cuando no
justifican, la existencia de estos comportamientos indecentes e inmorales a
cualquier nivel. Porque si, siendo lechones, intentamos ahorrarnos ilícitamente
algún impuesto o tasa, cuando nos convertimos en cerdos actuamos como tales:
eludiendo, evadiendo y blanqueando todo lo que podemos. La panda de pillos en
que nos hemos convertidos explica la proliferación de delincuentes que, de
arriba abajo, soporta nuestra sociedad sin que ninguna revolución, ningún
rechazo multitudinario, ni siquiera una dimisión, provoque en los ciudadanos
más que inútiles comentarios jocosos de taberna y golpes de pecho tan falsos e
hipócritas como los propios ladrones. Y es que no podemos evitarlo: somos los
auténticos creadores de la picaresca en cuanto tenemos oportunidad de
demostrarlo, como Mario Conde cuando salió de la cárcel y a la que vuelve a
entrar por lo mismo. Por pillo.
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