Vivir sin Dios es vivir sujeto a la razón y no a expensas de la superstición, que es la materia de todas las religiones. La creencia en una trascendencia que esquive la muerte proviene de la capacidad que tenemos los seres humanos de ser conscientes de nuestra condición mortal. Eso produce una orfandad existencial que nos hace buscar una narrativa a la vida que la dote de sentido y la haga trascender del final conocido de antemano. Muchos no pueden soportar ese vértigo racional ante la nada y lo llenan de seres sobrenaturales que calman la ansiedad por la insignificancia humana. Prefieren creerse protagonistas de la creación a tener que admitir que somos meros accidentes de la evolución natural, sin más propósito que el de la adaptación al medio. La razón nos conduce a marginar a Dios y a no confiar en los atajos de la emoción, esa que nos precipita en una ficción consoladora.
Es por ello que debería escribirse una historia de las ideas de los pensadores que, a través de la filosofía, la literatura o el arte, ayudaron a construir un mundo al margen de Dios y de las religiones, y que denunciaron, incluso, las imposiciones dogmáticas y las supercherías ocultistas que pretendieron sustituirlo. Un libro que parta de la “muerte de Dios” proclamada por Nietzsche hasta desembocar en nuestros días, cuando proliferan las sectas y los fanatismos religiosos que asesinan en nombre del Altísimo. Afortunadamente, ese libro ya existe. Se trata de la interesante obra de Peter Watson, La edad de la
nada, el mundo después de la muerte de Dios (Editorial Crítica, 2014), en la
que el autor hace un recorrido por ciento treinta años de historia de las ideas
que combatieron la credulidad religiosa del hombre. Un libro que debería ser de
lectura obligatoria en la educación, al menos mientras exista la asignatura de
religión, para compensar con formación el adoctrinamiento católico en las
escuelas de un país, este que nos ha tocado vivir, que se define constitucionalmente aconfesional.
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