Sin embargo, la
Europa convulsionada por el terrorismo nos trasmite la
sensación de estar, a día de hoy, peor que en el pasado, puesto que la
seguridad en la que confiaban los ciudadanos ha desaparecido de nuestra
cotidianeidad. Ningún gobierno está en condiciones de asegurar la vida de sus
ciudadanos. Las bombas pueden estallar en cualquier lugar y en cualquier momento,
buscando siempre el mayor número de víctimas inocentes posible. Hay sobrados
motivos para que este rincón del planeta se sienta vulnerable a los ataques
arbitrarios perpetrados por organizaciones terroristas de cariz islamista, pues
desde hace, cuando menos, una década que comandos yihadistas parecen obsesionados
en atacar nuestro modelo de convivencia, basado en la democracia como marco legal
que garantiza la libertad, la igualdad y el bienestar como derechos inalienables
de los ciudadanos.
Resulta, así, innegable que el suelo europeo, en particular,
y el mundo occidental, en general, emergen como escenarios de atroces atentados
que han segado la vida de centenares de personas que ignoraban estar
involucrados en guerra alguna. Nadie les había advertido que podían ser
víctimas mortales de un fanatismo sin fronteras. Los artefactos explosivos en
el metro de Madrid en 2004, del autobús de Londres en 2005, las masacres indiscriminadas
en París contra el semanario Charlie Hebdó y la discoteca Bataclán en 2015 y, por
último, los atentados en Bruselas de hace unos días, inducen a pensar que, contrariamente
a lo expresado por el novelista, vivimos ahora peor que en épocas pasadas, y
que la paz y la seguridad son metas que se antojan inalcanzables, lo que
presagia un mañana aún peor, pleno de dificultades.
No obstante, la realidad es distinta cuando la sometemos a
comparación con el pasado. El fenómeno terrorista en Europa reviste un carácter
residual, a pesar de la percepción, sobre todo mediática, que se tiene de él.
Según Global Terrorism Database, la
inmensa mayoría de los actos terroristas perpetrados por organizaciones
radicales islamistas se centran en países musulmanes, fundamentalmente en
Oriente Medio y Asia Central (Irak, Pakistán, Siria, Afganistán, Nigeria).
Europa padece el 0,1 por ciento de tales atentados y brinda un porcentaje
proporcional en cuanto al número de víctimas. De las 72.000 personas muertas a
manos del terrorismo en el mundo, desde el año 2000, en Europa han perecido
unas 300 personas por tal motivo. En el mundo occidental, es Nueva York la ciudad
que ofrece el balance más elevado de fallecidos, cerca de 3.000 personas, tras
el ataque a las Torres Gemelas perpetrado por comandos de Al-Qaeda, estrellando
aviones convencionales de pasajeros contra ellas.
No es, pues, Occidente sino los países de mayoría musulmana
los que sufren y cargan, con creces, con las consecuencias letales del
terrorismo, ya que es donde se provoca el mayor número de víctimas mortales por
culpa del terror en el mundo, alcanzando el 87 por ciento del total de
fallecidos por esta causa. Una sangría que, además de muertos, provoca una
avalancha de refugiados que huyen del terror en sus países de origen y que pone
a prueba la capacidad de los Estados que se dicen seguros y desarrollados a
prestarles ayuda y protección. Ello desmiente el infundio de que con los
refugiados se cuela el peligro terrorista en nuestros países. Es una inmoralidad
que a los que huyen del terror se les considere, encima, sospechosos criminales
o, cuando menos, potenciales delincuentes. Sólo en el aspecto moral estamos hoy
peor que antes, al estigmatizar a los que migran de la miseria, las guerras y
la pobreza como elementos perjudiciales para nuestra seguridad, bienestar e,
incluso, identidad.
Parece evidente, por tanto, que en relación con el fenómeno
terrorista no es esta parte del mundo la más perjudicada, aunque ello no
garantice una seguridad completa ni hoy ni mañana. Ni que las magnitudes del
terrorismo sean hoy semejantes a las de otros períodos del pasado, cuando
campaban por sus respetos múltiples organizaciones que convertían a Europa en
un infierno del terror de la mano de la banda Baader-Meinhof en Alemania, ETA
en España, el IRA en Irlanda, las Brigadas Rojas en Italia y otras de similar
y siniestro estilo. Aunque la violencia sanguinaria yihadista pretende hacernos
creer en la existencia de una guerra global, ese afán por matarse entre
facciones islamistas no representa ninguna “guerra” de civilizaciones ni religiosa,
como a veces proclaman (atacan nuestra forma de vida o por considerarnos
infieles a su religión), ya que los principales objetivos y víctimas del terror
pertenecen al mismo ámbito cultural y religioso de los propios terroristas. Por
eso, a pesar del momento convulso que vive Europa a causa del terrorismo, no es
éste el mayor problema al que está expuesta esta parte del mundo, aunque
influya en gran medida en la percepción negativa del presente en comparación
con el pasado.
Pero si en relación con el terrorismo no existen motivos reales
para el pesimismo en el mundo occidental en comparación con épocas pasadas, lo
mismo cabría deducirse de los conflictos bélicos y las guerras abiertas o
encubiertas que jalonan la historia del mundo. Hoy no hay tantos frentes de
batalla como antaño. Lo que llevamos recorrido del siglo XXI es una balsa de
aceite en contraste con las guerras que caracterizaron al siglo XX. Nos podrá
parecer que las revueltas árabes, el enfrentamiento armado en el este de
Ucrania o el violento levantamiento del Estado Islámico (ISIS en sus siglas en
inglés) que opera en Siria e Irak y que se permite divulgar vídeos de sus
atrocidades son, entre otros conflictos, exponentes de un presente atosigado por
enfrentamientos armados que no dan pábulo al optimismo. Es verdad que muchos de
esos focos de tensión provienen de conflictos no resueltos del pasado, como el
palestino-israelí u otros derivados del derrocamiento de dictaduras o diatribas
territoriales. Pero la mera comparación del presente con las Guerras Mundiales,
el Holocausto, las purgas de Stalin, la Guerra Civil española, las bombas atómicas en
Hiroshima y Nagasaki, las guerras de Vietnam e Indochina, la guerra del Yon
Kipur, las dos guerras del Golfo, la de los Balcanes o la de las Malvinas, nos demuestra
que, como dice Vargas Llosa, “el mundo está hoy mejor”. Al menos, ahora no nos
matamos de forma tan masiva ni tenemos tantas oportunidades como antes.
Incluso en el plano político el avance es, asimismo, esperanzador,
ya que la democracia está hoy más extendida que en el pasado, aunque su
asentamiento como sistema “menos malo” de gobierno, basado en la soberanía
popular y en la dignidad humana que postula la libertad y la igualdad de todos,
sin distinción, no ha sido ni fácil ni pacífico en todos los casos. Hoy en día no
se concibe más régimen que el democrático y se presiona para que los que
todavía no lo son evolucionen hacia él. Aquellos países que se resisten a
implantar una democracia plena son percibidos como excrecencias anacrónicas del
pasado, caso de Cuba o Corea del Norte, por citar un par de ejemplos. Tras un
siglo XX en que hubo auge de dictaduras, la democracia consiguió imponerse, sobre
todo tras la Segunda Guerra
Mundial, en muchos países de Europa, América Latina, Asia oriental y, en último
lugar, en naciones de la órbita comunista. Hay que reconocer que ello fue fruto,
en gran medida, al desarrollo económico y por exigencias de la globalización,
lo que ha permitido que más de la mitad de la población mundial disfrute de
regímenes democráticos y viva en países libres, dentro de lo que cabe. En
cualquier caso, hoy en el mundo hay menos regímenes dictatoriales y
totalitarios que en tiempos pasados, cuando nos avergonzaban el fascismo italiano de Mussolini,
el nazismo alemán de Hitler, la dictadura española de Franco, el comunismo
asesino de Stalin, las barbaries de Pinochet, Gadafi, Sadam Husein y tantos
otros personajes sanguinarios que hoy no se conciben ni se toleran. También
políticamente es verdad que el mundo es hoy mejor que ayer.
Se puede concluir, por tanto, tras un repaso somero por la
evolución mundial, que en contra de lo imaginado “el mundo hoy está
mejor” que en el pasado en casi todos los órdenes que se contemplen, incluido
el económico, puesto que, a pesar de la crisis, existe un progreso material
como nunca antes. Avances en la nutrición humana, el manejo de alimentos, la
lucha contra enfermedades, el control de la salud, la preservación del medio
ambiente, la sostenibilidad de recursos y un sin fin de actuaciones encaminadas
al progreso y bienestar de la
Humanidad que hacen posible evitar las miserias y calamidades del pasado. Y aunque
no todo ha sido positivo en la evolución del mundo ni a todos los problemas se
les dedica la misma atención y medios (mercado obliga), es indudable que,
efectivamente, Mario Vargas Llosa tenía razón al afirmar que hoy estamos mejor
que ayer, a pesar de que no podamos sentirnos satisfechos con lo conseguido. Y
no lo estamos porque lo logrado no presupone, ni mucho menos, un mañana mejor. La
experiencia nos alerta de que siempre nos pueden arrebatar cualquier conquista con
alguna excusa útil para recortar derechos, prestaciones y libertades. Puede que
el mundo sea hoy mejor, pero ello no nos exime de un mañana peor. La única
manera de evitarlo es luchar por preservar todas y cada una de las conquistas
que se han conseguido. No hay que bajar la guardia ni caer en optimismos
acomodaticios, aunque lleguemos a ser octogenarios.
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