viernes, 8 de abril de 2016

¡Malditas sevillanas!


No me refiero a las personas del sexo femenino nacidas en esta tierra, benditas criaturas, sino al tipo de música que ya está machaconamente sonando por doquier y va a ser el estruendo perenne en el recinto ferial durante la semana próxima en Sevilla. Es la música más ruidosa y monótona que existe, como un martilleo sonoro que embrutece al que la escucha por gusto o no tener más remedio. A veces es inevitable, aunque no creo que nadie pueda estar mucho tiempo escuchando ese soniquete musicalmente bastante simplón, basado en un ritmo tres por cuatro repetitivo, pero hiriente y doloroso. Se corre el riesgo de sufrir sordera o, lo que es peor, un aturdimiento que impide distinguir melodía de ruido.

Las letras de estas canciones, por llamarlas de alguna manera, adolecen también de matices enriquecedores, ya que se limitan a expresar, pretendiendo un lirismo que es a la poesía lo que una chancla al calzado de piel, vulgares estereotipos sentimentales, profundamente machistas. Amores y sus desengaños, emociones supuestamente románticas, querencias por un lugar, un tiempo o lo bonito que es un caballo cuando le habla a la yegua camino del Rocío. Si las feministas no estuvieran narcotizadas por este canto endemoniado, tendrían trabajo para el resto del año denunciando a compositores y emisoras por escribir y divulgar alegatos vejatorios contra la mujer, sometidas a unas relaciones humillantes que enaltecen valores machistas, incluso cuando se casan con un enano para hartarse de reír.

Claro que peor aún es el baile: giros y taconeos que instrumentalizan a la mujer como objeto de deseo, emperifollado de volantes cual flor de pétalos multicolores, a la que se puede admirar, insinuar y conseguir durante unos minutos frenéticos, mientras la música atruena ensordecedora entre palmas y rasgueos de guitarra. El hombre, en el baile por sevillanas, acosa a la mujer con vueltas y revueltas, como si la toreara hasta lograr su rendición cuando ella permite que la roce, al final de cada palo, con un gesto que simula el triunfo de la seducción.

Pero si la música, las letras y el baile son insufribles, más insoportables son aún el ambiente y las distinciones sociológicas que han de guardarse en la fiesta por excelencia de Sevilla, su Feria de Abril. Todo el recinto y la vida que allí bulle están movidos por la más descarada pulsión exhibicionista que la psiquiatría pueda analizar. Todo el mundo intenta aparentar ante amigos y desconocidos una felicidad fugaz y un poderío fatuo que evidencia groseramente el distingo de clases sociales entre quienes poseen casetas que emulan ricos palacetes y los mirones y gorrones que contribuyen a dar calor, color y empujones al espectáculo público de las vanidades. Y todo ello al son de las inaguantables y reiterativas sevillanas.

Añádase al conjunto de miserias descrito caballistas engreídos, carretas avasalladoras y la mierda de los equinos, amén de innumerables puestos de mercancías diversas, atracciones feriales con sus sirenas, circos, colapso circulatorio por toda la ciudad, precios encarecidos cuanto menor es la calidad de lo que se consuma y la inefable visita de políticos y parásitos de la farándula, con sus correspondientes cortejos de aduladores, y comprenderá que, rehuir de tamaña agresión, es más precaución física y mental que intransigencia personal. Por eso, en cuanto escucho unas sevillanas, me alejo todo lo que puedo, poniendo tierra por medio, no vaya a ser que sucumba yo también al entontecimiento colectivo, en el que unos pocos se forran y la mayoría se entrampa hasta el año que viene. ¡Ole!  

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