Es bastante común, en sociedades como la nuestra, sentirse solo rodeado de una cantidad ingente de gente, vivir aislado en medio de una multitud a la que le es indiferente nuestra presencia. No hace falta que se hayan roto los lazos que nos unen a familia y amigos para sufrir esa sensación de soledad que puede volverse crónica a medida que insistimos en no claudicar a las exigencias sociales para resultar aceptados e invitados a compartir espacios con los demás. Tampoco hace falta ser un extraño o un apestado para que una burbuja se hinche a nuestro alrededor, separándonos del colectivo del que, no obstante, formamos parte. A lo largo de toda mi vida he padecido en muchas ocasiones ese vacío a mi alrededor, esa falta de contacto con los otros, más por decisión propia que por causa ajena. Porque he sido yo, y no por culpa de otros, el que se ha ubicado en un aislamiento a veces deseado, y otras, involuntario. Inaptitudes, miedos o prudencia son parte de los motivos que predisponen a convertirnos en un ser solitario antes que en componente gregario de cualquier grupo. Es decir, existen más factores personales que extraños que nos hacen tender hacia la soledad, aunque no seamos conscientes de esa tendencia más que cuando nos lo reprochan los que intentan corregirnos o ayudarnos.
Sentirse solo no es cuestión de edad ni de un momento
determinado de la existencia. Desde mi más tierna infancia, me sentía diferente
en la escuela al creerme más torpe que cualquier compañero y al alejarme de los
juegos que consideraba violentos, exigían fortaleza o contacto físico y
precisaban de alguna habilidad de la que siempre carecía, sin importar cual
fuera. Rehuía de pandillas y vigilaba a los demás desde la distancia para
evitar encontronazos que me empujaran a participar en grupos o juegos
indeseados por temor a fracasar o defraudar las expectativas que pudiera
despertar. Nunca me integré entre los revoltosos de clase ni entre los
empollones, transitando prácticamente invisible por la vulgaridad de los que
apenas se distinguen de la masa anodina y pacífica y a la que hasta los
profesores les costaba trabajo identificar e individualizar. Buscaba refugio y
compañía en libros, en los tipos de letras con que estaban impresos, en sus
fotografías e ilustraciones y hasta en su encuadernación, más por curiosidad y
distracción que por afán de estudio. En esos tiempos imberbes, me daba por
deambular solitario por patios y jardines, y fuera del horario escolar, por los
alrededores de la casa y del barrio. Me había convertido en una especie de
vagabundo camuflado entre el alumnado de un colegio y los niños de una
vecindad, lo que no me eximió de peleas y chichones que afianzaron mi rechazo a
la bulla y las multitudes. Ya de chico era un preso de la soledad, aunque estuviera
acompañado de compañeros, amigos y familiares.
Pero de adulto también estaba prendido por ella. Aprendí a
crearme una coraza con la que podía, en cualquier situación, “estar a mi bola”,
retraerme a divagar en mis pensamientos aunque estuviera en medio de una
multitud. Así, me enfrascaba en ideas o elucubraciones mientras era zarandeado
por la gente en un autobús atestado, sin fijarme siquiera en el rostro de quien
tenía enfrente ni en la vestimenta que llevaba. Mi vista se fijaba en un punto
por encima de las cabezas, perdido en una lejanía más allá del techo, y en
dirección contraria a la que todos miraban. Tal habilidad supuso concentrarme,
cuando accedí al mundo laboral, en lo que estuviera haciendo, aunque
compartiera espacio con otros compañeros que no dejaban de hablar e incluso
llamarme sin que yo me percatara. Nunca pertenecí a ninguna peña, cofradía,
partido o asociación que obligara mantener contactos en asambleas, reuniones o
actividades con otros miembros. Hasta dejé de acudir a las reuniones de la comunidad
de propietarios, limitándome a cumplir con las cuotas y los acuerdos que
adoptaran. Mis relaciones sociales se limitaban a contados amigos con los que
me reunía esporádicamente y mejor en alguna casa antes que en un
establecimiento público. Y, puestos a salir, me encantaban los horizontes
abiertos y la naturaleza silvestre a los sitios cerrados o los espacios
ocupados por las multitudes, como las playas en verano. Incluso, cuando la
familia se empeñaba en visitarme a tropel, solía dejarla reunida en el salón
para retirarme a la tranquilidad solitaria de mi despacho para apurar la
prensa, un libro o un sueño. Tal era mi alergia a la gente que prefería las
sesiones tempranas del cine para esquivar el horario de las abarrotadas y, he
de reconocerlo, los comentarios en voz alta, las consultas al móvil o los
ruidos de masticar o tragar de los que no saben comportarse ni te dejan ver una
película en silencio.
Ahora que estoy a punto de jubilarme, sigo siendo un terco de
la soledad y valoro sobremanera ese tiempo dedicado a la introversión más que
cualquier otra diversión o tarea a la que pueda entregarme. Pero soy consciente
de que se trata de un tipo de soledad autoimpuesta, un refugio para tímidos y
desconfiados de sí mismos y de los demás, y no esa angustiosa soledad de los
abandonados a su suerte, de los rechazados por los demás, de los que han
perdido familiares, amigos, salud, empleo o estima y sobreviven al pairo de la
indiferencia y el desprecio de los que apartan su mirada, el gesto y la ayuda
para no verlos, como si no existieran. Son dos soledades distintas: una es
multitudinaria, siempre rodeada de gente dispuesta a acogerte, y la otra es náufraga,
flota entre la indiferencia del gentío y se hunde inevitablemente en la
miseria, la enfermedad y el desarraigo más inclementes.
En definitiva, soy consciente de ser afortunado de disfrutar
de una soledad multitudinaria, concurrida de afectos. Un lujo.
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