Es esa misma Iglesia la que desea reescribir la historia y capturar la propiedad del edificio, sirviéndose de una modificación de
No se conforma la
Iglesia católica con demoler en el siglo XVI la parte central
del interior de la mezquita, eliminando un buen número de columnas sobre las
que se apoyan los arcos de herradura policromados en blanco y rojo que caracterizan
el monumento, para construir una basílica cruciforme, de estilo plateresco, que
rompe la unidad arquitectónica de aquel bosque de columnas. Una destrucción que
al mismo Carlos V le parecía innecesaria, hasta el extremo de proferir el
siguiente lamento: “Habéis destruido lo que era único en el mundo y habéis
puesto en su lugar lo que se puede ver en todas partes”.
Con esa intransigencia excluyente que le caracteriza, la Iglesia católica no sólo
tiene prohibido cualquier culto o rezo que no sea católico en la Mezquita-Catedral
de Córdoba, sino que además instala inscripciones en mármol con el nombre de
los sacerdotes fallecidos en la Guerra Civil española
(1936-1939), en recuerdo sectario de los caídos sólo en el lado de los que se sublevaron
y fusilaron hasta 1975 para mantenerse en el poder, gracias, entre otros
apoyos, a esa misma Iglesia que paseaba bajo palio al dictador.
Ahora, además, pretende apropiarse de la propiedad de todo
el monumento en virtud de una normativa que lo propicia y que le permite
matricularla, por sólo 30 euros, en el Registro de la Propiedad. Aunque
es cierto que la Mezquita ,
declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco en 1984, permanecía
en un vacío legal al no estar inventariada, tampoco figuraba registrada como
propiedad de la Iglesia. El
Obispado esgrime oportunamente el argumento de una gestión confesional durante
siglos para tener derecho de propiedad, pero silencia que ningún bien de
dominio público puede cambiar de titularidad a favor de quien disfruta del
derecho de uso, por muy dilatado en el tiempo que este haya sido. El patrimonio
cultural es público porque pertenece a todos los españoles, no sólo a los que
practican un determinado culto religioso. Por eso, el Estado se declara constitucionalmente
aconfesional, con el fin de no privilegiar a ningún sector de la población, donde todos sus miembros tienen reconocida la igualdad en derechos y
obligaciones, sin importar la religión que profesen ni ninguna otra razón que
los discrimine.
Es, precisamente, ese interés de la Iglesia por acaparar la
propiedad de un monumento que podría simbolizar la convivencia religiosa, su
manera de gestionarlo (simple atracción turística, sin tributar los beneficios)
y el sectarismo de no permitir más culto que el católico, lo que hace sospechar
que se ponga en peligro, con el cambio de titularidad, un patrimonio que constituye
un paradigma universal de concordia entre culturas y, ¿por qué no?, de creencias.
Porque, aparte del inmenso valor arquitectónico del edificio andalusí y del
hermoso legado que atesora de nuestro pasado musulmán, lo que la Iglesia católica persigue,
al adquirir su propiedad y cambiar su nombre por el de Catedral, es que su
significación histórica y cultural sea reescrita para hacer preponderar el rito
religioso católico que allí se profesa, sin lealtad ni a la historia ni a la
piedras.
De ahí que cause tanto revuelo esa desmedida ambición del
Obispado cordobés por apropiarse de un bien terrenal, de propiedad pública por
su valor cultural, cuya titularidad estatal no imposibilita a la Iglesia católica a seguir
disfrutando de su derecho de uso, como viene haciendo desde la reconquista
cristiana. Ahora quiere más, quiere las escrituras de propiedad ante el asombro de unos ciudadanos que se
interrogan: ¿De quién es la
Mezquita ?
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