La credibilidad de la monarquía borbónica estaba en
entredicho y fuertemente cuestionada por los súbditos de su majestad,
ciudadanos capaces de valorar la confianza de quien debía representar la
Jefatura del Estado. Esa confianza ha ido destruyéndose por los escándalos y
extralimitaciones del propio monarca, incapaz de controlar sus apetitos predadores
con lo que se pusiera a tiro, refrenar las avaricias de sus allegados y vigilar
su propia salud, llena de tropezones. Finalmente abdica para que su hijo Felipe
acceda al trono de España antes de que la exigencia democrática rija la elección
de quien ha de simbolizar la cúspide del Estado.
Se agradecen los servicios prestados y se conceden las pensiones
que sean menester, sin tener en cuenta la grave situación de penurias por las que pasa
el resto de mortales en este país. En su hoja de servicios se resaltarán los aciertos
y se disimularán los errores cometidos para que la Historia sea magnánima
con una figura que, iniciado el saque en la dictadura, acabó la partida sin que
ninguna guerra interrumpiera el juego. Pero el campeonato es largo y otra
jugada, con rey nuevo, está presto a comenzar.
Muchos de los que asisten al encuentro discuten la
legitimidad para celebrarlo, aunque otros dispensan esa imposición legal si contribuye
a la concordia y cohesión de un juego aburrido, pero pacífico, que permite
entretener la convivencia. Sin embargo, el público va impacientándose por una mayor
participación, puesto que no desea servir de comparsa como simple espectador frente a
un tablero donde puede propinarse todo un jaque al rey. ¿Cómo calmarlo?
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