Pero, por respeto a la precisión, hay que aclarar que, tras el fin de la dictadura y para evitar ser un anacronismo político en Europa, una derecha reformista conformada por las personalidades menos dogmáticas del franquismo había tomado las riendas del poder para proceder a una liquidación controlada de aquel régimen y construir otro de características democráticas. Esa derecha reformista gobernó durante el período
No obstante, y sin necesidad de remontarse a las extintas
UCD y Alianza Popular, se puede afirmar sin faltar a la verdad que tanto el
Partido Popular de Aznar como el actual de Mariano Rajoy se han caracterizado
por ser una formación de ideología muy conservadora y una moral corrupta,
condiciones que han orientado su comportamiento e impregnado sus iniciativas de
calado social. El ideario del PP es depositario de un pensamiento reaccionario
a la hora de reconocer derechos consecuentes con la realidad de una sociedad
moderna, plural y abierta a la libertad. Así lo ha demostrado cada vez que ha podido
con sus votos en el Parlamento y sus políticas de Gobierno. En 1981, por
ejemplo, se opuso ferozmente a reconocer el divorcio para la disolución del
matrimonio civil, alineándose con las posturas eclesiásticas más cerriles que
lo consideraban “una invitación a la infidelidad”. Esa misma derecha, aposentada
en los escaños del Grupo Popular, se opuso también, interponiendo recurso al
Tribunal Constitucional, a la ley que, en 1985, despenalizó el aborto, a pesar
de estar limitado a determinados supuestos. Su conservadurismo no entendía la
importancia de dejar de considerar el aborto como un delito que conducía a la cárcel
a muchas mujeres, simplemente por consideraciones religiosas más que
científicas. Y todavía continúa sin entenderlo porque esa derecha, tutelada ya
por Rajoy, volvió a interponer recurso, en 2010, a la liberalización
del aborto que propició la Ley
de Salud Sexual y Reproductiva del Gobierno de Zapatero. Incluso intentó,
cuando recuperó el Gobierno en 2012, endurecer la ley y volver a la de los
supuestos, pero la fuerte movilización ciudadana en contra de esa reforma regresiva
de Ruiz-Gallardón, su ministro de Justicia, aconsejó paralizar la medida. Guiados
con idéntico conservadurismo, pero desde mucho antes, el Partido Popular de Mariano
Rajoy había procurado en 2005 paralizar, también mediante recurso al
Constitucional, la Ley
del Matrimonio Igualitario que permitía a las parejas homosexuales poder
casarse y tener los mismos derechos que el matrimonio heterosexual.
Afortunadamente, y a pesar de estar integrado por una mayoría de magistrados conservadores,
el tribunal resolvió la constitucionalidad de la ley, permitiendo que nuestro
país se sitúe entre los más avanzados del mundo en materia de tolerancia sexual
y reconocimiento de derechos a todas las orientaciones sexuales e identidades
de género. Y todo ello a pesar del rechazo frontal del PP y sus denodados
esfuerzos por impedir leyes acordes con la diversidad y la tolerancia de un país
ya instalado en la libertad.
Pero si esta ideología tan conservadora y contraria al
progreso en las normas y costumbres sociales ha alejado al Partido Popular,
como evidencia esta muestra de su comportamiento, de una parte considerable de
la población, incluido el sector conservador que no rechaza la evolución de las
costumbres y la necesaria ampliación de derechos, es su moral indulgente con la
corrupción lo que le ha granjeado una creciente e radical desconfianza entre su
electorado, el cual, tras años de escándalos, se muestra harto de unas siglas
que no acaban de desvincularse de prácticas encadenadas de una corrupción que
parece sistémica. Tan enorme es el descrédito que, más que su conservadurismo
ideológico, es esa moral corrupta, comprensiva cuando no cómplice con los
amigos de lo ajeno, lo que está provocando que el PP padezca en la actualidad una
auténtica agonía, sin fuerzas ni argumentos ya para reconducir la situación, que
preludia su final como partido político. Un final agónico que se ve favorecido
por la aparición de una formación emergente en la derecha española, de talante
moderno en lo social y sin estigmas de corrupción, que le disputa con éxito el
liderazgo conservador en España.
Sin embargo, no hay que culpabilizar de todo este suplicio
del PP a Mariano Rajoy, aunque sí se le puede hacer responsable de no haber
actuado con diligencia, contundencia y celeridad para afrontarlo y cortar de
raíz todo atisbo de podredumbre en sus filas. La persistencia de la corrupción
en el PP viene de antiguo, de cuando siquiera estaba penado la financiación
ilegal de los partidos ni éstos eran considerados personas jurídicas a las que
se podía enjuiciar. La historia de su convivencia y connivencia con la
corrupción es anterior a la época de Rajoy al frente del partido, aunque él haya
sido un elemento destacado de su engranaje, en el que, durantes más de 35 años
ocupando toda clase de puestos en el aparato y en las instituciones, ni siquiera
siendo invidente podría ignorar los tejemanejes y las tramas en que ha estado
inmerso el PP casi desde su fundación.
Por eso no es necesario remontarse a la época de Rosendo Naseiro,
aquel extesorero –otro más- heredado por Aznar desde los tiempos de Fraga, que
motivó una primera investigación, por sospechas de corrupción, en un caso que fue
providencialmente sobreseído porque las grabaciones que revelaban una red de
sobornos a cambios de recalificaciones no se aceptaron como prueba judicial. Ni
tampoco el caso del lino, un fraude en el cobro de subvenciones europeas por
inflar artificialmente la producción de lino textil, que afectaba a personas
relevantes de la
Administración , empresarios y agricultores en comunidades
gobernadas por el PP, y en el que los imputados resultaron absueltos por la Audiencia Nacional.
El río de la corrupción ya comenzaba a sonar en las alcantarillas del PP desde,
al menos, finales de la década de los 80 del siglo pasado.
Pero cuando de verdad empezó a revelarse la predeterminación
genética para el tráfico de influencias y el enriquecimiento ilegal fue en ese
período de ínfulas imperiales de un José María Aznar que, engreído hasta la
soberbia, se encaprichó con una boda de Estado en El Escorial para casar a su
hija, con asistencia de destacados políticos extranjeros, Silvio Berlosconi
entre ellos, junto a invitados que hoy forman parte de la trama Gürtel, como
Francisco Correa o Álvaro Pérez El
Bigotes, o eran insignes figuras de su camarilla gubernamental o del
partido, como Rodrigo Rato, Jaume Matas, Ana Mato, Miguel Blesa y tantos otros,
a los que la Justicia
ha ido poniendo en su sitio. El último de ellos, Eduardo Zaplana, acaba de
entrar en prisión para elevar a 12 la cifra de exministros involucrados con la
corrupción de los 14 que conformaron el Gobierno de Aznar en 2002. Rara era la
comunidad o la
Administración bajo poder del PP que no generara la turbiedad
de las irregularidades y las corruptelas en su seno. Madrid, Valencia,
Baleares, Murcia, junto a apellidos de merecida fama como Camps, Fabra, etc., sirven
para nominar casos y escándalos de corrupción que hacen de este mal una
enfermedad congénita del Partido Popular.
Pero es la sentencia recién conocida del caso Gürtel la que retrata y da la puntilla a un Partido Popular que ya no puede negar su simbiosis con la corrupción ni eludir su responsabilidad en lo que ha dejado de ser una ristra de casos particulares y aislados para convertirse en el cáncer que hace agonizar al PP. Que todos sus tesoreros acaben siendo imputados o investigados por diferentes delitos e irregularidades; que decenas de ministros, alcaldes, presidentes de gobiernos autonómicos, congresistas, senadores, consejeros, concejales, directores de empresas públicas y un sinnúmero de políticos y colaboradores, adscritos todos ellos al PP, hayan sido imputados o condenados por corrupción; y que esta organización sea el primer partido nacional condenado en democracia por corrupción institucional, todo ello hace del Partido Popular un proyecto agotado y en estado agónico. Y que la comparecencia de Rajoy como presidente de Gobierno para testificar en el juicio, y la de Álvarez Cascos, Ángel Acebes, Javier Arenas, Jaime Mayor Oreja y Rodrigo Rato, también interrogados en calidad de testigos, no merezcan la más mínima credibilidad del tribunal, demuestra que la desconfianza y el descrédito de la ciudadanía con la marca popular está sobrado de razones. Porque es la corrupción, y no su ideología conservadora, lo que ha distanciado al PP de sus votantes, hastiados ya de prestar apoyo a delincuentes que han utilizado unas siglas para satisfacer su avaricia y rapiña lucrativa. Y ya está bien.
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