Que la política es más de “clichés” que de argumentos, más escaparate que contenido o, si lo prefieren, más pragmatismo que ideología, es algo de sobra conocido hasta por el más iluso e ingenuo de los ciudadanos, sea votante o abstencionista. Son pocos, muy pocos los que creen a pie juntillas las afirmaciones y promesas de los políticos, como también son contados los que leen los programas electorales de los partidos y confían candorosamente en su cumplimiento. Tal actitud, nacida del recelo, es un “prejuicio” que se manifiesta con la expresión, cada vez más extendida, de que los políticos “son todos iguales”, aunque algunos sean más iguales que otros. Lo malo es que este prejuicio no es fruto sólo de la intuición y la desconfianza sino que se alimenta de la experiencia y las frustraciones que depara la gestión política, presa siempre de lo posible. Y por si hubiera alguna duda, ha venido ahora Podemos a confirmar este aserto que, a la larga, provoca desafección en los ciudadanos.
Podemos era la última promesa partidaria, como formación
emergente de nuevo cuño en la izquierda del espectro ideológico, que
supuestamente iba a depurar la vieja política de hipócritas y fariseos que
simplemente parasitan el erario público, pendientes antes de su bienestar
personal que del interés general de la población, mediante el ejercicio
“profesional” de la política, en cargos orgánicos o institucionales, de por
vida. Prometían en Podemos, partido nacido al calor de las manifestaciones del
15M del año 2011 y de aquella “indignación” exteriorizada por los ciudadanos, luchar
contra la “casta”, término con el que aludían a la clase política instalada en un
bipartidismo que se alternaba en el Gobierno y que había surgido del sistema clientelar
heredado de la
Transición. A los dirigentes podemitas, jóvenes de extracción universitaria que pululaban la
izquierda desde atriles académicos, se les llenaba la boca con promesas de que
jamás cometerían los mismos “pecados” que esos indignos políticos de la “casta”,
ni participarían en la trama de intereses cruzados que enreda la política con
la economía y las elites y maniata su actividad, haciéndola comulgar con
objetivos espurios. Aseguraban convencidos que, debido a su entrega y
compromiso con la gente común, serían fácilmente identificables hasta por su
indumentaria, puesto que su conducta personal y su quehacer político no se
apartarían nunca de los de “abajo”, de la gente de la que decían proceder: en
definitiva, del “pueblo”, ese ente indeterminado de colectividades, parecido al
Volksgeist romántico, que sólo ellos serían
capaces de representar con fidelidad, honestidad y lealtad. Y, de hecho, a
Podemos le ha ido muy bien porque con ese discurso, en sólo siete años y sin experiencia
previa, ha recorrido el camino que a otros ha supuesto décadas para acceder a
los aledaños del poder y conseguir capacidad de influencia social y de modificación
de la realidad. Así, partiendo de la nada, Podemos ha conseguido ser, hoy, la
tercera fuerza política del país, y a punto está de alzarse con la segunda, si
ellos mismos no se traicionan.
Pero ha bastado un “chalet” para que esa imagen idealizada
de partido transversal de inmaculada pureza se vaya al garete. El icónico
“chalet”, símbolo de clase media acomodada del desarrollismo y signo externo de
una burguesía clasista y en connivencia con el “sistema”, ha dado la puntilla a
una organización política tal vez novedosa en su forma (inscritos, círculos, etc.),
pero contaminada con demasiados “tics” que recuerdan el culto al líder, el dirigismo
asambleario, la cooptación orgánica entre afines y familiares y, ahora, esa tendencia
hacia los mismos apetitos materiales y clasistas de cualquier pudiente del
capitalismo o… del comunismo más rancio. El chalet del imaginario popular, con
el que sueña todo españolito, ha destruido la laboriosa construcción de imagen
en Podemos, tan dado a los golpes visuales de efecto o las performances
mediáticas. Y también ha bajado del pedestal a su líder, el carismático Pablo
Iglesias.
El profesor Iglesias, secretario general del partido y líder
indiscutido, e Irene Montero, su compañera sentimental y portavoz del grupo
parlamentario en el Congreso, anunciaron ante la prensa, antes de que se
descubriera, la compra de un chalet de más de 250 metros cuadrados ,
construido sobre una parcela de 2.000 metros
cuadrados , con piscina y casa de invitados, en Galapagar,
una elegante urbanización a las afueras de Madrid. Aclararon que, para poder
adquirir esa casa de campo, valorada en más de 600.000 euros (100 millones de
las antiguas pesetas), habían suscrito un préstamo hipotecario de 540.000 euros,
por el que abonarían unas mensualidades de 1.600 euros durante treinta años, deuda a la que harían
frente gracias a sus respectivas solvencias económicas. Subrayaron, incluso, a
modo de justificación, que adquirían esa propiedad para desarrollar un proyecto
de vida en común ante la próxima llegada de los hijos que espera la pareja. Sin
embargo, todos esos pormenores de la operación no ocultan, a pesar de su
aparente transparencia, el conflicto surgido en el maridaje de las convicciones
con los hechos o, como comenta cualquier “desencantado” en la barra de un bar,
la incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace.
De inmediato, les han llovido las críticas, fundamentalmente
por ser ellos los adalides de la humildad, el desinterés material y la entrega
generosa y sin ambiciones a la “cosa pública”. Nadie discute el derecho de esta
pareja de políticos a acceder a la vivienda que les apetezca y pueda costearse,
así como de buscar el ambiente más idóneo, a su juicio, para la crianza de sus
futuros hijos. Son anhelos que todos los españoles comparten, pero que una gran
parte de los mismos no puede alcanzar por las dificultades de la vida.
Dificultades que, precisamente, estos políticos decían combatir desde su
voluntaria alineación con los más necesitados y su renuncia a los privilegios
que caracteriza a las clases acomodadas que tanto han denostado en sus
intervenciones. De ahí el impacto de la noticia y la polémica que ha desatado, no
sólo entre los inscritos (afiliados) de Podemos, sino entre la ciudadanía, en
general, y sus oponentes políticos, en particular. Y para hacer frente a tales
críticas, la formación que dirigen ha convocado una consulta para que sean las
bases las que decidan, a través del voto telemático, si el secretario general y
la portavoz deben dejar sus cargos a causa de este asunto. Será la primera vez
que un asunto personal se dilucida en Podemos como una cuestión estratégica que
afecta al conjunto de la sociedad. Mal precedente para la moral política, condicionada
al sufragio.
Pero pésima solución para esquivar un problema. Porque lo
que se cuestiona no es el derecho de Iglesias y Montero a la propiedad y ser
dueños de un chalet, sino la contradicción de un posicionamiento ideológico que
deplora ese enriquecimiento patrimonial, legítimo en los que puedan
permitírselo, con la conducta personal de unos líderes que no hacen asco a lo
que antes les ofendía, el lujo y la ostentación obtenidos, no mediante el robo
y la corrupción –que no es el caso, gracias a Dios-, sino por la desigualdad de
oportunidades de una sociedad injusta, en la que las condiciones de origen favorecen
a unos pocos y perjudican a la mayoría. Justamente, lo que estos líderes prometían
erradicar con su forma de proceder y con las políticas que propugnaba su
formación. Se critica la falta de coherencia entre la teoría y la praxis de lo
que se predica y la hipocresía manifiesta que practican estos supuestos
profetas de la moralidad pública y la austeridad personal en pos de la
felicidad y el bienestar colectivos.
Pero, por la forma de reaccionar ante unas críticas que
resulta increíble no hayan previsto, hay que señalar que las mismas no forman
parte de una caza de brujas ni de ninguna campaña de acoso contra unos
dirigentes afortunados que tienen la posibilidad de vivir dignamente. Se trata,
simplemente, de dilucidar el grado de credibilidad y la confianza que merece
una formación en la que han aflorado “irregularidades” y comportamientos contrarios
a su propio ideario y a los criterios éticos de los que hacían alarde. Porque
el tufo elitista del chalet de Iglesias y Montero no es un detalle puntual y
aislado en Podemos, sino la gota que podría colmar el vaso de tolerancia de sus
seguidores frente a la desfachatez y la sinvergonzonería. El chalet de pequeño-burgués
de estos líderes privilegiados se suma las irregularidades de Monedero con
Hacienda a la hora de declarar sus ingresos, a las “facilidades” contractuales
concedidas a Errejón para realizar un trabajo remunerado de investigación para la Universidad de Málaga
y hasta la multa a Echenique por la contratación irregular de su asistente
doméstica. Todo este rosario de indicios sobre conductas improcedentes entre
los líderes de Podemos es sintomático de algo mucho más grave y peligroso: de
un engaño premeditado y continuado a los ciudadanos, en general, y a sus
votantes, en particular.
Juzgar con una votación la honestidad, la coherencia y la credibilidad
que demuestran Montero e Iglesias al adquirir una casa de lujo, después de las
soflamas acusatorias que han dirigido a los detentadores de tales signos de riqueza,
aunque esa riqueza se haya obtenido por medios legítimos y legales en una
sociedad capitalista como la nuestra, resulta ridículo y causa sonrojo. Sus
contradicciones no las resuelve una votación ya convenientemente aleccionada
desde la cúpula, sino que se asumen de manera individual. Es cuestión sólo de
reconocer el error y dimitir, sin hacer recaer la decisión en nadie. Pero si lo
que se pretende es esquivar la responsabilidad para seguir aconsejando lo que no
se es capaz de hacer, nada mejor que aparentar dignidad ofendida y montar otro
espectáculo de “democracia” directa a través de las redes sociales. Es el mismo
método de aquellas votaciones asamblearias, ahora on line, que tanto gustan a los dirigentes que se creen
providenciales. Y todo por un chalet.
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