Como cada año, a finales del pasado mes de enero se celebró
en el bello paraje alpino de Davos la cumbre económica que lleva el nombre de esa
localidad suiza, en la que se reúnen todas las cabezas relevantes del mundo,
tanto de la política como de la cultura o los movimientos sociales, que creen
que tienen algo que aportar en un foro que debate la salud del capitalismo. Muchos
de los asistentes, en su mayoría, van a mirar y dejarse ver. Otros, sueltan un
medido discurso más hipócrita que sincero, y una ilustre minoría, que se cuenta
con los dedos de una mano, señala los problemas que afectan a un sistema
económico que se basa en las injusticias y el máximo beneficio. ¿Qué cabía
esperar del encuentro de este año? Humo, como siempre.
Con todo, la Cumbre anual de Davos causa expectación
mediática y atrae la atención de los curiosos, a pesar de que sus propuestas
sean más bienintencionadas que efectivas, ya que ninguno de sus participantes
las pone en práctica cuando regresan a sus respectivos países. Y eso que allí acude
un ramillete de los principales líderes del mundo, como Donald Trump, Angela
Merkel o Pedro Sánchez, entre otros. También van los más grandes empresarios,
comerciantes, financieros, multimillonarios, filántropos y activistas del mundo
mundial a exponer sus diagnósticos y desgranar sus consejos. Se limitan, en
puridad, a quedar bien para la foto de familia, saludarse entre ellos y retornar
a sus casas, satisfechos de la cuota de internacionalismo intelectual
conseguida. Pero resolver, lo que se dice resolver problemas, se logra poco en
Davos. Entre otras cosas, porque el objetivo perseguido suele ser ambicioso: llegar
a acuerdos para “construir un mundo más sostenible e inclusivo”. Un objetivo
tal vez contradictorio e irrealista desde la óptica del capitalismo que
representan los allí reunidos.
Y es que el capitalismo, por definición, es poco sostenible
y nada inclusivo, pues su exclusivo fin es el beneficio y la rentabilidad. También
es verdad que, desde el impulso neoliberal que le imprimieron Reagan y Thatcher, durante
sus mandatos, la economía capitalista ha cosechado mayor desigualdad social,
concentración de la riqueza en pocas manos y la esquilmación de los recursos, todo
ello favorecido por una regulación escasa e. incluso, desregulación, y un ineficaz
cuando no nulo control democrático por parte de los Estados. Así hemos llegado
a un planeta arrasado, una contaminación creciente de tierras, aguas y aire, un
cambio climático acelerado, un comercio dominado por las grandes empresas
transnacionales, y unas tasas de injusticia, pobreza y conflictos que lejos de
desaparecer, aumentan, generando el caldo de cultivo ideal para que resurjan los
fenómenos más extremistas, ultranacionalistas, racistas y misóginos que
creíamos haber dejado atrás, junto al nazismo, el fascismo, el comunismo, los
regímenes autoritarios y las dictaduras.
Las cerca de 3.000 personalidades reunidas en Davos pretendían
marcar un nuevo rumbo a un capitalismo que se siente amenazado y profundamente
cuestionado. Cosa que no es de extrañar cuando ni siquiera es capaz de lograr una
posición de consenso sobre las medidas más convenientes para combatir el cambio
climático. Entre un Trump que niega el problema y una Merkel que lo considera
una cuestión de supervivencia, la única propuesta de Davos fue que hay que
seguir con los esfuerzos y los acuerdos, a pesar de que los resultados sean
pobres e insuficientes, como quedó de manifiesto en la Cumbre del Clima
celebrada en Madrid. Pero para Davos lo que está en juego es el comercio y la
viabilidad de empresas que podrían ser rechazadas por los consumidores por su poca
sostenibilidad medioambiental y por una futura regulación más estricta al
respecto. Algo tendría que hacer el capitalismo para amoldarse a estas nuevas
exigencias sociales. De momento, más de lo mismo: nada.
Parece mentira que, a estas alturas, tras cumplirse el 50 aniversario
de estos encuentros, el objetivo del Foro Económico Mundial sea el de renovar
un stakeholder capitalism que permita un mundo cohesionado y sostenible,
a través de una fiscalidad justa, tolerancia cero con la corrupción y el
respeto de los derechos humanos. ¿Acaso no era eso exigible desde un principio?
Mucho me temo que no. Esta hipócrita exigencia de responsabilidad social a las
empresas es un palo al agua, ya que la desigualdad, la acumulación de riqueza
en unos pocos y el desmantelamiento de lo que queda del Estado de Bienestar son
consecuencias de un sistema económico cuyo objetivo es el progresivo aumento
de los beneficios a costa del bienestar y el interés de la mayoría de la
población.
Con un comercio mundial sometido a crecientes tensiones debido
a guerras comerciales, el debilitamiento de los organismos internacionales de regulación
(OMC, BM, FMI, etc.), el incumplimiento o ruptura de acuerdos y tratados
regionales, la desvinculación de las leyes internacionales para afianzar
mecanismos bilaterales y la implantación coercitiva de aranceles en las
negociaciones comerciales, las propuestas de Davos resultan exiguas. La
credibilidad del capitalismo queda, de este modo, cuestionada por la práctica habitual
y sostenida del mismo, tendente a la explotación y la rapacidad más descaradas,
con sus constantes exigencias de precariedad, inestabilidad laboral, recorte de
derechos sindicales y laborales, desubicación empresarial, elusión fiscal, etc.
En definitiva, de la cumbre de Davos 2020 sólo queda el humo
fugaz de su inanidad.
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