En los últimos días hemos disfrutado de unas temperaturas
más propias del verano que del invierno. Los termómetros escalaron cifras, no
sólo en el Sur peninsular sino también en algunos puntos del Norte cantábrico y
en el Levante mediterráneo, que rondaron los 30 grados Celsius y nos hicieron pensar
en ese cambio climático que sólo Trump y otros charlatanes como él, satisfechos
de su ignorancia, se empeñan en negar. Esta especie de veranillo invernal, si se
me permite el oxímoron, nos recordó episodios parecidos de nuestra adolescencia,
en que paseábamos en mangas cortas bajo el templado Sol de enero, exhibiendo
una insultante juventud que era inconsciente de las consecuencias de los bruscos
cambios de temperatura. En esa casuística existencial, basada en la subjetiva memoria
antes que en datos objetivos, nos apoyamos para no desprendernos de las rebecas
o los jerseis aunque los termómetros nos inviten a las playas en medio del
invierno. Máxime si, sólo transitar del sol a la sombra, ya nos hace estornudar
y temer a una gripe estacional que nos acecha puntual como las Navidades. Con
la edad, nos hemos olvidado de nuestras chanzas con el refranero cuando lo
utilizaban para aconsejarnos que “hasta el 40 de mayo, no te quites el sayo”. ¡Qué
pena!
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