El 28 de febrero de 1980 se celebró el referéndum por el que
los andaluces ratificaron el acceso a la autonomía de Andalucía a través del
artículo 151, el destinado a las regiones consideradas “históricas”
(Cataluña, País Vasco y Galicia), y no por el previsto para las restantes
regiones que conforman el mapa autonómico de España, que accederían a la
autonomía por el trámite más lento del artículo 143 de la Constitución.
Andalucía, por tanto, eludía el diseño original y rompía los esquemas previstos
para intentar calmar las tensiones territoriales que, desde mucho antes de la
restauración de la democracia, planteaban determinadas regiones, consideradas
históricas, con ansias independentistas. Por eso, el proceso de
descentralización no contemplaba el reparto equitativo de las herramientas de
autogobierno en igualdad de condiciones a la totalidad de las regiones
españolas. El referéndum andaluz hizo añicos aquel proyecto y obligó a Madrid, sede
del Gobierno de la UCD de Adolfo Suárez, que aceptase el conocido “café para
todos” con el que daba por válido una consulta que en Almería no alcanzó la
mayoría suficiente. Quedaba, así, definitivamente configurado el mapa
autonómico de España.
De aquello hace hoy, exactamente, 40 años, y el Gobierno
andaluz, pilotado ahora por el conservador Partido Popular después de más de
tres décadas en manos de los socialistas del PSOE, aprovecha la efemérides para
la correspondiente campaña de loa y autobombo, tal vez para que no se recuerde que
son herederos ideológicos de los conservadores que solicitaron en aquella fecha
el voto en contra de la autonomía para Andalucía. La Junta de Andalucía, a la
que sin demora se le cambia la imagen corporativa para diferenciarla de la que
diseñaron los gobiernos socialistas, ha visto sentados en la Presidencia, durante
todo este tiempo, a seis políticos, sin contar a Plácido Fernández Viagas
que presidió la Junta preautonómica, que fueron organizando una Administración inexistente,
exigiendo recursos y el traspaso de funcionarios, y asumiendo funciones cada
vez más amplias para la necesaria modernización de un territorio que hoy,
cuarenta años después, no se parece en nada al de antes.
Algunos de esos presidentes tuvieron, incluso, que realizar verdaderos sacrificios
reivindicativos, como el ayuno emprendido por Rafael Escudero, primer
presidente de Andalucía (1979-1984), para que el Gobierno nacional, en poder de
compañeros de su propio partido, cediera competencias contempladas al autogobierno
andaluz, que iniciaba su andadura después de las primeras elecciones
autonómicas de 1982. Tras ellos, se aposentaron en el Palacio de San Telmo, sede
de la Junta de Andalucía, José Rodríguez de la Borbolla (1984-1990),
defenestrado sin contemplaciones por Alfonso Guerra, el temido secretario
general del PSOE, cuando quiso defender Andalucía antes que a su partido; Manuel
Chaves González (1990-2009), el más longevo en el cargo, pero que ha terminado
condenado por el escándalo de corrupción de los ERE, igual que la persona que
designó para sucederle, José Antonio Griñán (2009-2013), también condenado
por el mismo caso. El lavado de cara emprendido por Susana Díaz
(2013-2019), para asear a un PSOE ya identificado con el abuso y la patrimonialización
de la Administración andaluza, no sirvió para evitar que, en 2019, Juan
Manuel Moreno Bonilla accediera a gobernar Andalucía, procediendo a la
primera alternancia de partidos en la Junta de Andalucía.
El balance de estas cuatro décadas de autogobierno difiere,
según el color de quien lo realice, entre el medio vacía o el medio llena de la
botella de logros. Lo cierto es que se han alcanzado cotas de progreso
cuantificables que, sin embargo, no impulsan a Andalucía al pleno desarrollo
económico, industrial, laboral, educativo, tecnológico o cultural que sería
deseable. Del tercermundismo en el que se hallaba sumida, Andalucía ha pasado a
contar con infraestructuras, servicios y recursos que han sido posibles por la
existencia de un Gobierno autonómico, más cercano a las necesidades de la
región y a las demandas de su población. Con todo, falta mucho por hacer para
alcanzar esas metas en una región que el autogobierno ha ayudado a vertebrar, a
arrancarla de la resignación a ser fuente de mano de obra barata para otras
regiones desarrolladas y de combatir el prejuicio de la indolencia con que era
tratada. De los latifundios a las cooperativas agrícolas y ganaderas, del
señorito de cortijo a los trabajadores cualificados para la industria
aeronáutica, de las carreteras bochornosas a las autovías y el tren de alta
velocidad, los cambios han sido, aunque nos hayamos acostumbrados a ellos, espectaculares
y amplios. Sólo exigen tener memoria, aunque los consideremos insuficientes.
Y nada mejor que la conmemoración de este 40ª aniversario
del autogobierno andaluz para celebrar el avance que ha supuesto la descentralización
del Estado que la democracia ha posibilitado en España. No es la panacea a
todos los problemas que arrastra secularmente Andalucía, pero tampoco, ni mucho
menos, el lastre que impide su desarrollo. Son 40 años que nos permiten recordar
que debemos exigir más y exigirnos más, como ciudadanos comprometidos con su tierra,
por el progreso y el bienestar de Andalucía y los andaluces. Y para que “sea por
Andalucía libre, España y la humanidad”, como proclama su himno.
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