Que Palestina está condenada a su eliminación como nación y Estado,
mediante una serie encadenada de hechos consumados que progresivamente la
aíslan, la asfixian y la absorben cada vez más, no constituye ninguna novedad.
Lo relevante, en la actualidad, es el descaro con que ello se produce y la
desfachatez con la que los agresores (EE UU e Israel) lo realizan, sin ningún
disimulo, ante los ojos del mundo y con total impunidad. Los que persiguen la eliminación
de Palestina ni siquiera camuflan sus intenciones en la hipocresía. Se trata de
la historia de una desaparición anunciada desde la propia creación de Palestina,
en el año 1947, como un Estado no independiente, dividido, ocupado y
constantemente reducido por la entidad que no acepta ni reconoce su presencia,
Israel, y que debería compartir un territorio que ambiciona y se anexiona con
claro desprecio a la legalidad internacional.
Los hechos consumados significan la desobediencia a las
resoluciones de la ONU, la ignorancia de las fronteras acordadas, la ocupación
de territorios, la colonización de enclaves palestinos con poblados israelíes,
el aislamiento de la población con muros y vallas, la incautación y control de
sus finanzas y economía por parte de Israel, el continuo hostigamiento y
represión militar de su población para impedirle la libertad de movimientos y
de manifestación, la prohibición al retorno del exilio de los refugiados
palestinos y la permanente opresión social, política, cultural, económica y
hasta racial que soporta el pueblo de Palestina, como constante de una relación
desigual e injusta que sólo busca “barrer” a los palestinos de una tierra que
Israel desea poseer de forma exclusiva. Pero, por si fuera poco, a todo ello se
añade una última bofetada que el imperialismo de la opresión ha propinado a las
esperanzas de paz del conflicto judío-palestino. Una bofetada materializada en el
plan supuestamente de “paz” de Donald Trump. Todo un insulto a la inteligencia,
la historia y la dignidad del pueblo palestino.
El mapa del plan de Trump |
Ese “acuerdo del siglo” para Oriente Próximo, como fue
calificado por el propio Donald Trump, tras casi tres años de elaboración por
parte del Jared Kushner, yerno del mandatario norteamericano y amigo personal
del primer ministro israelí Binyamin Netanyahu, nace sin que nadie, salvo
Israel, lo apoye. Y es lógico que sólo Israel lo acepte puesto que el plan
contempla todas sus demandas territoriales y de control, incluyendo el codiciado
valle del río Jordán y la consagración como capital judía de Jerusalén, mientras
que a los palestinos se los confina en “guetos” diseminados y sin continuidad
territorial, lo que imposibilita el viejo acuerdo de “dos Estados”, a cambio de
una inconcreta promesa de millones de dólares, durante diez años, para
inversiones en Gaza y Cisjordania. Un “caramelo” monetario que a nadie engaña. Como
el propio presidente norteamericano señaló en su presentación, seguramente sin
darse cuenta de revelar sus verdaderas intenciones, el plan está concebido únicamente
para resolver “el riesgo del Estado palestino para la seguridad de Israel”.
Todo acuerdo que una de las partes rechaza de manera rotunda
es un acuerdo fallido. Para el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbás,
el plan resulta tan insultante que, nada más conocerlo, dio por rotas las
relaciones con Israel y EE UU. Además, solicitó ante el Consejo de Seguridad de
la ONU que sea rechazado por ser un plan que plantea un Estado palestino
inviable, con un territorio fragmentado como un queso suizo. Y para el primer
ministro palestino, Mohammed Stayéh, la propuesta de Trump sólo “forma parte de
las campañas electorales de estos dos líderes (Netanyahu y Trump), por lo que pronto
será enterrado por la historia”. También la Unión Europea lo rechaza por no
encajar con lo acordado internacionalmente para poner fin al conflicto. Según Josep
Borrell, Alto Representante para la Política Exterior y Seguridad Común de la
UE, Europa rechaza el plan por alejarse de las condiciones acordadas en la
solución de “dos Estados” que toman las fronteras de 1967 como referencia, la
parte oriental de Jerusalén como capital de Palestina y los intercambios
equivalentes de territorio que sean necesarios para lograr la convivencia de
dos Estados independientes, democráticos y que se reconozcan mutuamente. Incluso
el antiguo negociador de EE UU para Oriente Próximo, Dennis Ross, advierte de que
el plan de Trump “no tiene nada que ver con la paz”. Coincide con la
apreciación de un predecesor en el cargo, Aaron David Miller, quien afirma que
“esta es la primera iniciativa de paz cuyo objetivo no tiene nada que ver con
los israelíes y los palestinos”. Y como cabía esperar, la Liga Árabe también se
posiciona en contra del citado plan por “no cumplir con las aspiraciones de los
palestinos, no tener en cuenta las referencias legales en relación con
Jerusalén, los Altos del Golán, la ocupación israelí y la cuestión de los
refugiados”.
En realidad, el plan Trump, descaradamente sesgado a favor
de Israel, sólo ha sido aceptado por este último país y por los aliados de EE
UU en la zona: Arabia Saudí y Egipto. Aún así, la Organización para la
Cooperación Islámica (OCI), que cuenta con 57 miembros, entre ellos Arabia
Saudita, Irán y Turquía, y que representa a más de 1.500 millones de musulmanes
en el mundo, también rechaza el plan supuestamente de paz de Trump por no
responder a las aspiraciones mínimas ni a los derechos legítimos del pueblo
palestino”.
Trump y Netanyahu |
Y es que la propuesta de la Casa Blanca sólo favorece los
intereses de Israel en detrimento de los de Palestina, pues el reparto
territorial contemplado permitiría la anexión de los asentamientos ilegales
judíos de Cisjordania, donde ha construido 140 colonias y 127 puestos
avanzados, en los que viven más de 600.000 judíos, y el valle del Jordán como frontera
oriental judía a lo largo del río Jordán. Ello supondría, no sólo la
fragmentación de Cisjordania en trozos rodeados por asentamientos sometidos a
la soberanía israelí, lo que imposibilitaría la constitución de un Estado plenamente
soberano, sino que además reduciría a la mitad un territorio que ya era un 22
por ciento de su espacio histórico, dejándolo sólo en el 11 por ciento. Tal
propuesta va en contra de las aspiraciones palestinas de tener un Estado independiente
propio, que incluya Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este como capital del mismo,
conforme a las fronteras basadas en las resoluciones de la ONU y los acuerdos del
alto el fuego en 1947 y 1967.
Otra de las controvertidas medidas es que no resuelve el
problema de los refugiados palestinos esparcidos por Oriente Medio, por donde
se diseminaron más de cinco millones de personas que huyeron o fueron
expulsados por las fuerzas judías de sus tierras, en 1948, para crear el Estado
de Israel. Los palestinos reclaman su derecho a regresar, pero los israelíes lo
niegan porque tal aumento de la población les perjudicaría demográficamente y
conduciría a su fin como Estado judío. De ahí, precisamente, la política de
asentamientos judíos en territorios ocupados para contrarrestar el peso de la
población árabe y mantenerla siempre en minoría.
El presidente de Palestina, Mahmud Abbás |
Y el estatus de Jerusalén como guinda del enfrentamiento. El
plan de Trump contempla que Jerusalén sea la capital indivisible de Israel. Los
palestinos también aspiran que Jerusalén Este, donde viven más de 350.000 de
ellos, sea la capital de su futuro Estado independiente. Pero por la fuerza de
los hechos, Israel ya ha convertido unilateralmente, en 2017, Jerusalén en la capital
judía, con el apoyo incondicional de EE UU, que trasladó allí inmediatamente su
embajada. Ya antes, tras la Guerra de los Seis Días de 1967, Israel se había
anexionado la parte Este de la ciudad, incluida la Ciudad Vieja hasta entonces
bajo administración jordana, lo que llevó a la ONU a reiterar, en 2016, su
Resolución 2334, que considera que Jerusalén Este es un “territorio ocupado”. El plan de Trump, por tanto, consolida las
pretensiones de Israel para que siga “salvaguardando los lugares sagrados de
Jerusalén”, sin especificar dónde se ubicaría una posible capital palestina. La
respuesta de Abbás ha sido contundente: “Jerusalén no está a la venta”.
Lo cierto es que el estatus internacional de Jerusalén hace
tiempo que no se respeta ni este plan lo rescata. Una ciudad que, según la
Resolución 181 de Naciones Unidas, tendría que haber sido desmilitarizada y
controlada por la ONU hasta la celebración de un referéndum, cosa que jamás ha
ocurrido, ha dejado de ser símbolo para la convivencia pacífica de las
creencias religiosas y un enclave para la tolerancia. Pero ahora, con el plan
de 181 páginas elaborado por Donald Trump y en el que no han participado los
palestinos, será simplemente la capital del Estado judío, por obra y gracia de
su exclusiva voluntad. No es de extrañar, pues, que el “acuerdo el siglo” para
el conflicto palestino-israelí sea rechazado por todos, ya que sólo ratifica la
imposición de los intereses de una parte sobre los de la otra. Se trata de la enésima
humillación a Palestina.
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