Debe prevalecer la ley porque de su respeto y obediencia deriva
y se garantiza la convivencia pacífica
en toda sociedad regida por el Estado de Derecho en democracia. Pero las leyes
han de adaptarse a las nuevas y cambiantes circunstancias que en cada tiempo
histórico hacen predominar determinados valores y normas sobre otros. No son
los jueces los culpables de una condena considerada demasiado benevolente o
injusta, sino las leyes que así califican, con graduación punitiva, los delitos
y que ellos sólo se limitan a interpretar y aplicar según su fundado y
ponderado criterio. Lo que no se puede ni se debe es sustituir la justicia por
el dictamen de una opinión pública que se adueña de las calles y acapara la
atención de unos medios de comunicación que la fortalecen. En caso de evidente
desfase entre la visión judicial y la visión social sobre los valores y normas
imperantes en la sociedad, tendrá que ser aquella la que se adapte a esta de
manera tan precavida como exija la prudencia y permita el orden jurídico, sin
provocar un vaciamiento de la legalidad.
Habrá, por tanto, que modificar y proceder a una reforma
legislativa que actualice el Código Penal por el que se rige la actuación
judicial y se castigan los hechos delictivos, con el fin de acercar y adecuar
ambas verdades. Parece necesario empezar a considerar, a partir de ahora, como inherentes
de violencia, explícita o implícita, a todas las agresiones y abusos sexuales cometidos
sin su consentimiento contra las mujeres, también contra menores víctimas de
pederastia, y no exclusivamente a las violaciones, en las que la única
diferencia es la penetración a la fuerza, se ejerza o no una actitud violenta
en los agresores o se constate una falta de resistencia, por intimidación o
miedo, en la víctima. No hay que graduar penalmente la existencia probaba de una
resistencia que pone en peligro la integridad física de la víctima para probar
la violencia que supone todo abuso, agresión o violación de una persona. Porque
el mero hecho de atentar contra la integridad física (abusos, agresiones,
violación) y moral (derecho al respeto y
la dignidad) de cualquier persona (mujer u hombre, adulto o menor), independientemente
del método intimidatorio empleado, debería ser suficiente para apreciar la violencia
física o psicológica ejercida. Y eso es, precisamente, lo que demanda, en la
actualidad, la sociedad a causa de la sentencia por el caso de “La manada”, una
exigencia nacida del hartazgo que genera tantos atentados cometidos contra la
libertad de las mujeres, en particular, y de las personas, en general.
Se deberá, por tanto, que reformar la ley. Pero ello no ha de
hacerse “en caliente” ni bajo presión popular, sino con sosiego y reflexión,
después de estudios y análisis por parte de técnicos y juristas, y tras un
amplio consenso parlamentario, para que la nueva legislación penal no sea fruto
de la conveniencia política, siempre dispuesta a obtener réditos electorales, sino
de la nueva realidad social del país. Una realidad en la que manosear una
mujer, agredirla sexualmente empleando el abuso de autoridad o su dependencia
en relación al hombre o violarla son actos sexuales sin consentimiento y, por consiguiente,
actos de violencia contra la integridad física de la mujer y un atentado contra
sus libertades. Son ataques a su dignidad, su intimidad y su libertad sexual y
personal. No debería establecerse una escala de grados en la falta de respeto y
violencia en todas estas agresiones sexuales, sino simplemente si se respeta a
la mujer o no, sean cuales sean las vejaciones a las que se vea sometida. Y
todas las de tipo sexual son actos de violencia contra ella que, a estas
alturas, ya no se comprenden ni se consienten en una sociedad libre, sin
servidumbres machistas y garantista en derechos que hacen a todos iguales ante
la ley.
Es pertinente una actualización de las leyes porque, hoy en
día y hastiados de excusas culturales, los abusos sexuales, las agresiones y la
violación son expresiones de una misma violencia que sufre la mujer, en distintas
formas, por el mero hecho de ser mujer y ser considerada como simple objeto
para uso y disfrute del hombre, se preste a ello o no. Máxime si el hombre se
comporta, en manada, como los animales, guiado por sus instintos más bajos y
despreciables. De ahí la indignación colectiva que pone en cuestión el crédito
de la Justicia ,
sin aguardar ni respetar la garantía procesal que supone la doble instancia en
el orden penal que permite la revisión de condenas en tribunales superiores,
mediante el derecho a apelarlas. Yo sí creo en la Justicia.
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