lunes, 19 de mayo de 2014

Monstruos

Llevamos una temporada de monstruos por doquier. Hace poco, monstruos extraterrestres, que accedían a la Tierra a través de una brecha espacial abierta entre las grietas de una falla del fondo del océano, invadieron las pantallas de los cines. La única manera de combatirlos era con un robot manejado por dos pilotos, que mezclaban sus mentes en una especie de regresión psicoanalítica, y construidos a escala del invasor: enormes y poderosos. Traumas y problemas personales aparte, los buenos se unieron para vencer a las criaturas, de las que ya se vendía en el mercado negro restos de vísceras y demás casquería sumamente rentable.

Superado el susto de Pacific Rim, de Guillermo del Toro, nos enteramos compungidos de la muerte, al parecer tras caerse por unas escaleras, de Hans Ruedi Giger, que no sabíamos quién era hasta que supimos por las necrológicas que fue el artista que diseñó y moldeó Alien, el bicho horrendo capaz de matar a todo el mundo menos al gato, expulsando de su boca babosa una caja dental que lanzaba contra la presa como una broca. Sus dibujos reflejaban un mundo tenebroso y gótico, con claras reminiscencias eróticas, óseas y metálicas. Lo dicho, todo muy negro y confuso como una pesadilla.

Todavía no nos habíamos recuperado del estruendo cuando ya vuelve a las salas, como un eterno retorno, Godzilla, el gigantesco lagarto japonés mutado en monstruo vengativo por culpa de unas pruebas nucleares, como las bombas que, curiosamente, se lanzaron por primera vez en la historia contra aquel país oriental, sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Godzilla arrasa con lo único que sobrevive tras una guerra atómica: los edificios. Pero a lo bestia.

Estos son los monstruos, sin citar a los superhéroes de todo pelaje, que últimamente monopolizan la ficción cinematográfica. Pero los que causan pánico de verdad son los reales y contemporáneos, de carne y hueso, mucho más dañinos y desalmados, aunque menos espectaculares en su apariencia física. Suelen llamarse “reformas” o “ajustes” y matan, roban, empobrecen, arrebatan derechos y destruyen la naturaleza con más ferocidad que los del celuloide. Son infinitamente más crueles y de su maldad no se libra ni el gato que respetaba Alien. Los controlan seres encorbatados, pulcros y exquisitos que no dudan en dirigirlos contra la sanidad, la educación, los servicios públicos y cualquier prestación social en la que puedan exprimir recursos de los que apoderarse para saciar su voraz enriquecimiento. Derogan conquistas legales, condiciones laborales y libertades ciudadanas hasta retrotraerte a épocas que creías superadas, y te amenazan si intentas manifestar tu descontento en las calles o expresar en las redes sociales tu mala leche al verte pisoteado y vilipendiado. Ni los niños, los jóvenes, los maduros o los ancianos, hombres y mujeres, escapan de sus garras, de las que sólo están a salvo los muy pudientes y descaradamente ricos. Contra ellos los buenos no ganan nunca, sino los explotadores, los falsificadores, los defraudadores, los corruptos y los ladrones.

Por eso, puestos a elegir, prefiero los monstruos de la pantalla y no a los que nos gobiernan. Los primeros hacen mucho ruido, pero te dejan indemne. No matan, pero entretienen. Son monstruos que escojo yo, no éstos reales que me señalan a mí como víctima. ¡Malditos!

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